sábado, 9 de mayo de 2020

Desesperación

    El viento soplaba con fuerza, provocando un silbido espantoso a través del pequeño espacio que quedaba del apenas abierto ventiluz. Deseaba con todas mis fuerzas poder cerrarlo, puesto que me calaba hasta los huesos, pero apenas si tenía fuerzas para abrir los ojos. Además, mi desnudo cuerpo se encontraba firmemente encadenado a la pared. Los goznes hacía rato que se encontraban silenciosos; sencillamente hasta el más ínfimo de mis músculos se encontraba agarrotado.
    Ya no recuerdo hace cuanto me encuentro aquí, en este calabozo húmedo y desagradable. El sentido del tiempo me era desconocido y abstracto. De hecho, no recuerdo jamás haber visto la luz del sol entrar a través del maldito ventiluz, y apenas si podía distinguir el contorno de las paredes de piedra gracias a un pequeño farol que se encontraba junto a la puerta justo enfrente mío. La habitación tenia un olor rancio, una mezcla entre el keroseno del farol y salitre.
    Quise intentar moverme, cuando repentinamente la puerta empezó a vibrar. La sangre se me heló instantáneamente. Vibraba levemente al principio, pero gradualmente comenzó a ser mas violento y escandaloso. La desesperación me invadía e intenté imaginar que era lo que se encontraba del otro lado, pero no hizo falta esperar mucho. Por debajo de la puerta comenzó a aparecer una especie de sustancia viscosa y negra, parecida al petróleo, pero en lugar de empezar a desperdigarse por el calabozo, se dirigía directamente hacia mi, y no de la forma que cualquier sustancia líquida lo haría, sino que arrastrandose lentamente como un gusano. Como si aquella cosa tuviera voluntad propia.
    La adrenalina me liberó del agotamiento físico e intenté desesperadamente liberarme de mis ataduras de hierro, pero las cadenas no hacían más que balancearse de un lado a otro, sin ceder un palmo. La puerta vibraba cada vez con más violencia y hasta podía sentir como se resquebrajaba la madera, desprendiendose lentamente de sus postigos. Quise gritar, pero en cuanto abrí mi boca sentí una punzada helada en mis pies. Aquella cosa negra me había alcanzado al fin y ahora se encontraba subiendo a través de mis piernas, cubriendolo todo.
    Su tacto helado me entumecía completamente, privandome de cualquier movimiento. Ya se encontraba sobre mi ombligo, subiendo con una velocidad inusitada. Sentía que me ahogaba del frío que me rodeaba para cuando llegó a mi garganta, y sin poder soportarlo más, grité. Pero en cuanto lo hice, la puerta estalló en pedazos, y antes de que pudiera ver nada, la cosa empezó a cubrirme el rostro, hasta llegar a mis ojos, sellando mi boca.
    Y de repente, el silencio. Luego un silbido.
    Abrí mis ojos. Me encontraba en el calabozo. El viento seguía silbando a través del ventiluz. La llama del farol apenas se mecía dentro de su prisión de cobre y cristal. Miré a mi alrededor y todo parecía estar exactamente como estaba antes. Intenté mover mis brazos, pero estos aún se encontraban sujetos a las cadenas. Observé la puerta y ésta se encontraba en una pieza. Mi situación no había cambiado.
    Quizás estaba soñando, colgando de aquella pared, pero no tuve demasiado tiempo para divagar en mis pensamientos cuando la puerta frente a mí se abrió. Fijé la mirada, y en la penumbra que se encontraba del otro lado pude distinguir la figura que entraba a la habitación. Tomó el farol y se acerco lentamente hacia mi. Caminó con sus pies desnudos hasta que se encontró lo suficientemente cerca como para que yo pudiera distinguir sus facciones. Y fue entonces cuando el horror me invadió.
    Era mi vivo reflejo. Era como una copia de mi, hasta el más nimio detalle. Solo había una marcada diferencia con mi yo actual. Se encontraba sonriendo.
    Colgó el farol en una cadena que se encontraba a un lado en la cual no había reparado antes. Y fue entonces cuando presté atención a su otra mano. Pude distinguir una especie de mango. Lo alzo y pude ver, para mi horror, que se trataba de un hacha. Mi doppelganger comenzó a reir de forma estridente, como si se encontrase presa de una locura maniática. De repente alzó el hacha y la clavó con fuerza en mi pierna izquierda. No pude evitar gritar de dolor y espanto. Volvió a alzarla y esta vez la clavó en mi pierna derecha. El dolor era cada vez más insoportable, podía sentir como la sangre caliente chorreaba a borbotones de mis heridas. El siguiente hachazo fue en mi pecho, luego en cada uno de mis brazos, cortandolos limpiamente y haciendome caer al suelo. Me incorporé como pude en medio del dolor y al verlo no hacía mas que reirse cada vez más fuerte. Ya no lo soporto más. Alzó el hacha nuevamente y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre mi cabeza.
    Y otra vez el silencio.
    Un chasquido sonó en el aire.
    Abrí nuevamente los ojos. Me encontraba yaciendo en un diván. Volví a sentir otro chasquido y miré hacia un lado. El doctor Franz me miraba con atención a través de sus anchos anteojos.
    -¿Se encuentra bien?
    Intenté incorporarme, pero el doctor me reclinó nuevamente sobre el diván poniendo una mano sobre mi.
    -Cálmese. Se encuentra en mi consultorio. Le he sometido a una sesión de hipnosis. Usted ha vivido un episodio traumático y estamos intentando entrar en su subconsciente.
    Su poblado bigote se mecia de forma graciosa cada vez que hablaba.
    -Le repetiré la pregunta. ¿Se encuentra bien?
    Asentí con la cabeza.
    Sonrió.
    -Excelente, porque ahora vamos a intentar entrar de nuevo.
    Lo miré con rareza. No comprendía.
    -En usted.
    Y antes de que pudiera entender nada, el doctor abrió su boca. No salía ningún sonido, pero seguía abriendose de forma totalmente antinatural. De repente, aquella sustancia negra y viscosa comenzó a emanar de su boca y sus ojos, cayendo al suelo y arrastrandose hacia mí. No podía parar de gritar del pánico que me había invadido. Grité y grité de la desesperación.
    Nuevamente se oyó un chasquido.
    Abrí los ojos y me encontraba otra vez en el diván. El doctor Franz me observaba.
    Una voz se oyó del otro lado de la puerta del consultorio.
    -¿Se encuentra bien, doctor?
    Se levantó y habló a través de la puerta.
    -Si si. No se preocupen. El paciente ha sufrido un episodio de shock.
    Ya nada tenía sentido.
    -Bien, dígame. ¿Como se encuentr...
    No pudo terminar la frase. La pluma que había tomado de su escritorio ahora se encontraba atravezada en su garganta. Su sangre comenzo a teñir mi mano. Su expresión  congelada de terror no sirvió para detenerme a pensar. Sustraje la pluma y coménce a apuñalarle una y otra vez contra el diván, gritando desquiciadamente. Ya no soportaba más. No lo soporto más.
    Luego sentí un tremendo golpe en la nuca y todo se oscureció.
    En cuanto abrí los ojos, pude ver con alegría que ya no me encontraba ni en aquel calabozo ni en el maldito consultorio. Muy al contrario, era un lugar muy agradable, todo de un color blanco impoluto. En lugar de las frías piedras, había paneles acolchonados, e incluso, frente a un hueco que se encontraba debajo de la puerta, había un plato de comida.
    Y por primera vez, empecé a reir.
    Simplemente no podía parar de reír.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Yuri


                Una suave nieve caía desde el plomizo cielo de un Moscú hastiado de sí mismo. Desde la catedral podía oírse un canto de tiempos anteriores, estrofas antes entonadas con solemnidad, y ahora solo como un entretenimiento. Era el coro de la Armada Roja, interpretando viejos himnos que nuestros abuelos e incluso padres llegaron a entonar en las filas del una vez poderoso ejército rojo. Si, el cielo era especialmente nostálgico el día de hoy.
                Me pare un poco más cerca del borde del tejado, enfocando mi vista en la bella Moscú, recordando mis pasos por sus calles, sintiendo el eterno frio ruso en mi rostro con cada paso. Salidas con amigos y mujeres, y a veces con mujeres de amigos. Aquellas calles eran testigos silenciosos de mis pequeños y grandes pecados. De mis idas y venidas, conversaciones y discusiones con extraños y hermanos de armas. De mis charlas con Yuri.
Yuri…

                — ¡¿ESO ES TODO LO QUE PUEDES RESISTIR, MARICA?!—gritó el capitán, escupiéndome en la cara.  Acto seguido, me rompió el brazo derecho con aquella tubería de hierro. Mis gritos no se hicieron esperar.
                — ¡NO QUIERO MARICAS EN MIS FILAS! ¡¿ENTENDIDO, SOLDADO DRACHENKO?!—sus salivas salpicaron nuevamente las heridas de mi rostro.
                — S-sí, capitán Pavlov…—alcance a decir, antes de que el siguiente golpe me dejase inconsciente.
                Si, el entrenamiento para los aspirantes a las Spetsnaz GRU era muy duro, y uno de ellos consistía en probar su dureza y resistencia, rompiéndoles cuantos huesos podían. Una gran parte renunciaba al principio, otra moría durante la prueba de resistencia, y solo una pequeña y selecta parte pasaba a engrosar las filas de las fuerzas especiales rusas de la división de inteligencia.
                Unos días después, el capitán Yuri Pavlov fue a visitarme al hospital durante mi recuperación.
                —Aspirante Nikolai Drachenko, vengo a informarte que ha pasado las pruebas de ingreso de las GRU. Ya es parte del cuerpo. Tu formación comienza en dos semanas.
                No sabía si sonreír o lamentarme, pero ya era tarde para retractarme.
                —Muchas gracias, capitán. —dije con gran esfuerzo, ya que cada palabra me infería un dolor intenso.
                El me miro desde aquel rostro maduro y curtido por el ejército. E hizo una mueca que pareció ser una sonrisa.
                —Solo soy capitán de entrenamiento. Ambos somos camaradas ahora. Llámame Yuri.
                Me extendió su mano, y sobreponiéndome a mi asombro, extendí la mía lo mejor que pude.
                —Supongo que te debo un trago por eso—dijo sonriendo, mirando mi brazo roto.
                —Si debo contar cada una de las fracturas, me deberías vodka para el resto de mi vida. O podemos esperar, y hacer que acorte tu deuda a un solo trago—dije devolviendo la sonrisa.
                Se quedó mirándome pensativo unos segundos, y luego largo una estruendosa carcajada.
                —Mejor concéntrate en recuperarte, muchacho. Nos esperan unos largos meses de prácticas.-dijo. Y acto seguido, se marchó.
                Me quedé pensando por unos momentos acerca de esas prácticas, pero fueron apenas unos instantes antes de que me quedase profundamente dormido.

                Los meses transcurrieron dentro de las GRU como si fuéremos de una guerra a otra. Y los meses se convirtieron en años, en los cuales mi amistad con Yuri Pavlov se afianzo como el hierro candente. Ya ambos ostentábamos el rango de capitán.
                Un día me dijo de ir a un concierto de música clásica. No era muy adepto de la pomposidad de aquella música, pero acepte para acompañar a mi amigo. Era algo variado en cuanto al programa, por lo que pensé que podría llegar a ser tolerable.
                —Rostropovich, suite número 5 para violoncelo en Do menor de J.S. Bach. —dijo Yuri un tanto embelesado, como si yo entendiese de lo que me estaba hablando, mientras aquel viejo tocaba eso que parecía un violín desmesurado. Sonaba bastante bien a pesar de todo.
                —Escucha Nikolai—dijo en voz baja— no te he hecho venir para que escuches esto, sino para hablarte de algo de suma importancia…
                —¿De que se trata?—pregunte un tanto asombrado.
                —Mira, primero debes prometerme que olvidaras esta charla en cuanto salgamos de aqui, ¿De acuerdo?—dijo un tanto inquieto.
                Asentí con la cabeza.
                —Nuestro país viene en decadencia constante. Nuestras fuerzas militares ya no son lo que solían ser. La economía se apodero de nuestras vidas y nuestro orgullo como pueblo ruso. Ya no distinguimos lo que es un ideal de lo que es un capricho. Nos invadió la globalización y ahora estamos a merced del mercado… ¿Entiendes a lo que me refiero?—asevero.
                Me quede pensando por unos instantes.
                —Si, es verdad.
                —Dime, Nikolai, ¿Qué estarías dispuesto a hacer por la Madre Rusia?—inquirió.

                Volví a mirar a mi bella Moscú desde aquel frio tejado, encima del décimo segundo piso de aquel edificio ruinoso. La mañana iba dando paso al mediodía con la misma nieve cansina de todos los días y el calor de un sol inexistente. Tome mi bolso y camine hacia el otro lado del tejado. Lo deje en un costado y me senté a observar el edificio que tenía frente a mí. El viejo Palacio de Justicia había sido renovado casi en  su totalidad y ahora allí se celebraban importantes reuniones entre políticos y militares de diferentes países, con el objeto de alcanzar los objetivos en común que tenían con Rusia.
                Consulte el reloj de mi muñeca. Aún faltaban unas tres horas para que se celebrase la reunión entre los jefes de estado y el consulado americano. Los reporteros y las televisoras con sus cámaras habían comenzado a llegar de a poco para instalar sus equipos dentro de la sala.
                Encendí un cigarrillo y me dispuse a esperar.

                Me volví a encontrar con Yuri en aquel teatro con cierta frecuencia. En ese tiempo ya me había hecho yo mismo un adepto y amante de la música clásica, aquella que hube considerado una pomposidad de las clases más altas.
                —Sonata número 23 en Fa menor para piano, de Beethoven.—dijo Yuri.
                —Appassionata, tercer movimiento—dije, sonriendo.
                Yuri miro satisfecho.
                —Veo que has aprendido algo de buena música.—dijo sonriendo.
                —Contra mi voluntad—bromee.
                —Mira, Nikolai, aquí están los sobres. En uno están los papeles que debes llevar contigo, y en el otro la foto y los datos de tu objetivo. Solo un número muy reducido de personas sabe de esta operación, por lo que el silencio es primordial si esperamos que todo salga de acuerdo a lo planeado.—dijo, presentándome dos sobres de papel madera.
                Estaba a punto de abrirlos, pero me detuvo con un gesto de su mano.
                —Aquí no, amigo mío. Luego.—asevero.
                En cuanto termino el concierto nos dirigimos a un bar cercano poco frecuentado, quizás por su abandonado aspecto. Nos sentamos y Yuri ordeno una botella de Moskovskaya. Mientras el abría la botella y servía su contenido en los vasos, yo me dispuse a mirar el contenido de los sobres. Los papeles parecían estar correctos y sellados a consciencia. En cuanto vi el contenido del segundo sobre, no pude evitar sentir tristeza y un dejo de ironía. Alcé la vista y Yuri se encontraba mirándome, con la misma expresión de nostalgia. Tomo su vaso y se puso de pie.
                —Primero el trago amargo. Ahora el trago dulce.—bromeo.
                Me puse de pie, tome mi vaso lleno y lo alcé en el aire.
                —Por tu nuevo ascenso, amigo mío.—bromee.
                Alzó su vaso y sonrió, con algo de amargura.
                —Por la revolución, Nikolai.

                Ya solo faltaba una hora para la reunión. Abrí mi bolso y comenzó a ensamblar una a una las partes del M40A3 del ejército americano. Verifique los números de serie, aunque sabía que eran correctos. Coloque el cargador, tire del cerrojo y ajuste la mira. Ya estaba en posición.
                Comenzaron a entrar los jefes de estado y delegados de seguridad, así como el recién nombrado director del departamento de defensa, quien sería el que abriera la discusión acerca del desarme nuclear de todas las naciones, incluidas Rusia y Estados Unidos. Los agentes de seguridad ya se habían colocado en sus posiciones, y el que se encontraba apostado en mi ventana objetivo me observo por un rato. Hizo la seña acordada y se volteó. La reunión había comenzado.
                Luego de lo que pareció ser una acalorada y larga discusión, debió haber llegado a su fin, pues pude ver a los dirigentes estrecharse las manos afectuosamente. El agente apostado en mi ventana volvió a voltear e hizo el gesto de confirmación. Luego, se retiró. Y mi objetivo comenzó a acercarse a la ventana.

                Me desperté, y pude sentir el cálido abrazo de mi hermosa Katya. Ella se encontraba mirándome con aquellos inmensos ojos azules, colmados de tristeza, acostada a mi lado.
                —¿De verdad es necesario, mi amor?—pregunto con voz temblorosa.
                Me incorpore y le abrace con fuerzas, como única respuesta.
                —En tu maleta están los papeles y el pasaporte mi amor. Tu avión sale a Nápoles a las 13 horas.—dije, disimulando mi angustia.
                Sollozo y me abrazo con aun más fuerza. Me miro y me beso tiernamente en los labios.
                —Te amo y te odio, Nikolai.
                —Lo se mi amor. Te amo, Katya.


                A través de la mira de mi rifle, pude ver al recién nombrado director del departamento de defensa ruso Yuri Pavlov acercarse a la ventana. Se posó en ella y me miro directamente. Esbozo una sonrisa y pude leer en sus labios cuando decía “adiós, amigo mío”. De repente, alzo su teléfono celular. Esa era la señal. Y con lágrimas en mis ojos, jale del gatillo.
                El estruendo hizo volar a todas las aves que se habían posado a mi alrededor, así como las que estaban descansando en los edificios cercanos. Las calles se colmaron de gritos, la gente que antes estaba caminando ahora se encontraba frenética corriendo en todas direcciones. Los agentes dentro de la sala estaban histéricos sacando presurosamente a los demás funcionarios de la sala y, los sesos de mi amigo yacían esparcidos en la mesa de conferencias detrás de su cadáver. Podía sentir las sirenas de los autos de la policía e incluso los rotores distantes de algunos helicópteros.
                Me palpe la chaqueta y allí se encontraban, los papeles con la documentación estipulando mi ciudadanía americana, así como las credenciales de agente de la central de inteligencia estadounidense. Me pare. Pude ver como la policía y las fuerzas especiales a las que una vez pertenecí acordonaban el edificio. Tome mi Glock y la amartille.
                A lo lejos podía seguir escuchando al coro de la Armada Roja, pero en mi interior aún seguía escuchando a la Appassionata de Beethoven.
                Una bala para librarnos del yugo de occidente. Una bala para volvernos contra el enemigo americano una vez más. Una bala para desatar una guerra. Una bala para que todo se vaya al infierno y recuperemos nuestra dignidad. Así había dicho Yuri.
                Pude sentir los pasos presurosos subiendo por las escaleras. Coloque la pistola en mi cabeza. Podía sentir los gritos de los oficiales detrás de la puerta intentando tirarla abajo. Los gritos, las bocinas, los helicópteros acercándose… Todo fue quedando en silencio, hasta que solo podía oír las manos de Ashkenazy tocando la Appassionata.
                La puerta voló en pedazos.
                Y jale del gatillo.
                —Por la revolución, Yuri.

martes, 27 de enero de 2015

La tragedia del amor

Ella me apuntaba directamente al pecho. Sus manos temblorosas apenas si podían sujetar la pistola, y sus hermosos ojos verdes brillaban como las más hermosas estrellas moribundas, dejando caer un rio de tristeza por su rostro. Ante la inminencia de la muerte y en aquel puente abandonado a punto de derrumbarse, solo podía sonreír.
                ­—Está bien, Gabrielle. No llores. —dije sonriendo.
                Sus lágrimas inundaron aún más sus bellas mejillas.
                — ¿Por qué has llegado a esto, Ian?¿Por qué?— sollozaba ella.
                —Porque así es como debió ser siempre, mi amor. —dije, casi en un lamento.

                Conocí a Gabrielle hace algunos años. Cinco, tal vez cuatro. No lo sé, solo sé que el tiempo parecía desconocer nuestra existencia cada vez que estaba a mi lado. Cuatro cafés, dos irlandeses y dos cortados, si, eso lo recuerdo. Un bar aislado de la concurrencia general, bastante descuidado y con mala atención, pero aquellos eran detalles insignificantes ante aquella mirada, inquisidora e inocente a la vez. 
                — ¡Oh Dios mío! ¡Qué descuidado que soy! Discúlpame por favor. —dije maldiciendo mi torpeza.
                La taza se había resbalado de mis dedos, cayendo a sobre la barra y volcando su contenido sobre su pecho, dejando un triste tinte marrón sobre su blanca remera.
                — ¡Eres un pervertido!—se burló ella, riéndose.
                — No digas eso, fue un accidente. En verdad, lo siento mucho. —dije con evidente nerviosismo.
                — No te preocupes, solo estoy bromeando. —dijo ella, sonriendo.
                — En verdad, estoy muy apenado. Debe haber algo que pueda hacer para compensar mi torpeza—insistí.
                — Bueno, quizás si lo haya. Podrías invitarme un café. El mío se enfrió, y es evidente que mi novio se ha quedado dormido nuevamente, ya que he estado esperándolo al menos dos horas y es muy aburrido continuar haciéndolo sin tener con quien charlar—dijo ella.
                La observé durante un momento. Era la belleza en su totalidad.
                —Sí, por supuesto. Estaría encantado—asentí.
                —Me llamo Gabrielle, por cierto—dijo ella, sonriendo.
                —Ian. Es un placer—dije devolviendo la sonrisa.
                La conversación se tornó casi instintiva con el paso de los minutos, como si con aquellas pocas vueltas del reloj hubieran bastado para conocernos en profundidad. Las colillas de cigarrillo se apilaron en el cenicero, y el segundo café se enfrió estando a la mitad, dejando en evidencia que todo lo ajeno a nuestra charla carecía de importancia alguna. Pero en realidad había algo más, puesto que nuestras miradas parecían estar manteniendo una conversación aparte, completamente distinta, suplicante.
Dos horas después, una figura alta y un tanto osca apareció en la ventana. Un hombre bastante fornido, que parecía estar buscando a alguien. Gabrielle lo observó, y pude apreciar como aquella bella sonrisa poco a poco se desvanecía de su rostro.
                —Bueno, temo que debo irme. Ha llegado mi novio. —dijo, con evidente resignación.
                —Oh… Ya veo. No te preocupes—dije, intentando disimular mi descontento.
                —Muchas gracias por acompañarme, ha sido una muy agradable conversación. Espero puedas perdonarme que me vaya así nada más—dijo, lamentándose.
                —Ha sido un placer. No todos los días un ángel me pide que le invite un café—bromee.
                —Muy gracioso, Lord Byron—dijo, aunque se había sonrojado un poco.
                Nos observamos durante unos segundos. Luego tomó su cartera y se levantó.
                —Quizás algún día volvamos a cruzarnos. Adiós, poeta muerto—se despidió con una leve sonrisa.
                —Adiós, Gabrielle—dije, intentando sonreír.
                Los pasos de sus tacos resonaron en aquel vacío lugar mientras se alejaba. Al salir, vi como abrazaba y besaba con intensidad a aquel hombre fornido. Era inevitable pensar que aquel solo había sido solo otro bello espejismo de mi miserable existencia, una bufonada de la vida.
                Pedí la cuenta, pagué, me levanté y me encaminé hasta la salida, pero de repente el mozo me llamó.
                — ¡Señor! Creo que esto es suyo—dijo.
                Miré con extrañeza lo que me daba. Era un papel con un número de teléfono.
                —Bueno, quizás la vida quiera extender un poco más esta broma—dije, sin poder evitar sonreír.

                El arma aún temblaba en sus manos, mientras el viento azotaba nuestros rostros con furia invernal. Su caricia se asemejaba al roce de pequeñas dagas de hielo, pero carecían de importancia. Su mirada, esa hermosa mirada, escupiendo odio, tristeza y resignación al mismo tiempo me partió el corazón, pero seguía igual de cautivadora. Los policías a los lados del puente continuaban apuntándome, insistiendo en que me rindiese.
                —Ian, suelta el detonador—sollozaba ella.
                —No puedo hacerlo—le dije.
                —Suéltalo, por favor—dijo, casi rogando.
                — ¡Señor Meyers, suelte el detonador y ponga las manos sobre su cabeza!—me increpó un oficial a través del megáfono.
                — ¿Por qué haces esto?—preguntó, con aquellas hermosas esmeraldas empapadas en lágrimas.
                —Porque es lo mejor ambos—dije, esbozando una sonrisa.
                — ¿A qué te refieres?—preguntó ella.

                Las sabanas rojas del hotel se encontraban esparcidas por el suelo, y Gabrielle yacía acostada a mi lado, abrazándome. La intensa lluvia no cesaba de golpear contra la ventana.
                —No quiero sonar como un cretino, pero me gusta esto de que te separes de tu novio de vez en cuando—dije en tono burlón.
                —No es gracioso, Ian—dijo con evidente enojo.
                —Vale, fue solo una broma—me disculpé.
                —Ian… ¿Te sientes mal por esto?—preguntó.
                — ¿A qué te refieres exactamente?—pregunté un tanto sorprendido.
                —A qué estés ahí siempre para mí. A que estés ahí cada vez que me peleo con Jonathan, para que luego me reconcilie con él y desaparezca ni de señales de vida por varios meses, hasta que comienzo a extrañarte y vuelvo a hablarte, y luego volver a buscarte ante la más mínima discusión que tenga con él. Siento que te estoy usando—dijo, un tanto apenada.
                Me quedé pensativo unos momentos.
                —Si quieres la verdad, me siento mal, sí, pero no a causa de eso—le dije.
                — ¿Entonces?—inquirió ella.
                —Sabes que en este tiempo que hemos hablado, reído, besado y hecho el amor has creado una marca de fuego en mi alma y mi corazón. Y que pese a ello, debo esperar pacientemente durante mucho tiempo para volver a verte. Sentir el eterno paso de las horas en espera de una palabra tuya. Sentir el desasosiego de mi casa vacía, anhelando que tú, mi hermoso angel, la llenes con tu maravillosa luz. Sentir la opresión en el pecho por la falta de tus caricias y sonrisas. Sentir que estás ahí sabiendo que solo eres un espejismo producto de mi ansiedad y desesperación. Sentir como si nunca dejase de llover contra mi ventana—dije.
                — ¿A qué te refieres?—preguntó ella, mirándome a los ojos desde aquellas esmeraldas.
                —A que estoy sumamente enamorado de ti, Gabrielle, y si bien saberte de alguien más destroza mi alma, el hecho de volver a verte hace que olvide todo y me sienta bendecido por primera vez en mi miserable existencia—dije, un tanto angustiado.
                —Ian…
—susurro en un sollozo, abrazándome con fuerza.
            —Acepto la situación tal y como es, y no puedo ni debo pedir más. Pero aunque sea así, me siento el hombre más feliz de la Tierra—dije esbozando una leve sonrisa.
            —Cállate de una vez, Lord Byron—dijo, mostrando algunas pequeñas lágrimas en aquellos ojos de jade cristalino.
            Se abalanzó sobre mí, dándome el más apasionado de los besos.
             —Por cierto, ¿Te ha ascendido el inspector ya?—pregunté.
             —No es tan fácil ascender en el FBI, Ian. No es como en las películas—dijo, resignada.
             — ¿Ni siquiera con un acto heróico?—pregunté en tono burlón.
             —No lo sé. Jamás he hecho nada así—dijo, un tanto divertida.
             —Claro que sí. Me has salvado de una vida aburrida—dije, riéndome.
             —Eres empalagosamente encantador, poeta—dijo, riéndose también.
            Y entonces el día se asomó por la ventana.

     ¿A qué te refieres con eso, Ian?—dijo, sin poder evitar unas nuevas lágrimas.
     No puedo decírtelo—dije, sientiendo esa opresión en el pecho.
     ¡Dímelo! ¡¿Por qué quieres hacer estallar esa bomba?! ¡Mucha gente morirá!—gritó ella, en el colmo de la desesperación.
La miré, y comencé a alzar la mano con el detonador.

La detective Gabrielle Mason se encontraba rodeada de expedientes en su oficina, como era habitual. Estaba organizándolos por enésima vez, cuando sonó su teléfono celular.
Era su compañero, el agente Finch, y se dio cuenta de que se trataba de algo serio.
—Mason, habla Finch. Tenemos una situación aquí en el Oak Tree Bridge. Necesito que vengas de inmediato—dijo.
— ¿De qué se trata?—preguntó ella.
—Tenemos una bomba colocada en el Central Hallway Mall, y el terrorista se encuentra en el puente abandonado de Oak Tree. Tienes que ir a hablar con él—dijo.
—Pero yo no estoy autorizada para manejar esa clase de situaciones, Finch. Contacta con el mediador Jameson—dijo ella.
—Ese sería el procedimiento normal, sí, pero el terrorista dijo que solo hablaría contigo—sentenció.
— ¿Conmigo?—preguntó extrañada.
—Sí, pidió expresamente hablar contigo. Es un tal Ian Meyers. ¿Lo conoces?—
La detective Mason de pronto enmudeció. Sintió como el sudor frío le recorría cada centímetro de su rostro. Aquello no tenía sentido.
— ¿Mason?—preguntó Finch.
—Salgo inmediatamente para allá—dijo ella.
— ¿Qué es lo que sucede, Mason?—preguntó.
La respuesta fue el sonido del final de la llamada.

— ¡Detén esta locura, Ian! ¡¿Por qué haces esto?!—preguntó ella.
La miré directo a los ojos. Que hermosos eran.
— ¡Nuestro escuadrón anti-bombas ya se encuentra desarmando el dispositivo! ¡Es el final del camino, Meyers! ¡Suelta el detonador!—volvió a gritar aquel agente desde el megáfono.
El arma continuaba temblando en sus manos, y los nervios comenzaban flaquearle.
Ya era el momento.
— Gabrielle. Este es mi último regalo. Y gracias por la hermosa dicha que me diste—dije, sonriendo.
— ¿Regalo? ¿De qué estás hablando?  ¡Contéstame!—gritó ella.
—Adiós, mi amor. Te amo y te extrañaré, mi amada Gabrielle—dije.
Continué alzando el detonador.
— ¡Detente, Ian!—gritó
—Adiós, mi amor—me despedí.
— ¡IAN, NO!—gritó
Y presioné el botón.
Una explosión pudo escucharse. La explosión hecha por el disparo de la pistola de Gabrielle.
Comencé a caer hacia el agua, el vació infinito. No sentía el dolor de la bala que atravesó mi pecho, ni la caída. Nada de eso existía.
Yo ya no existía.
Y Gabrielle sollozaba desconsoladamente al borde del puente. Finch la sujetó y se la llevó. En cuanto los agentes abandonaron el puente, este comenzó a desmoronarse, casi como coronando el fin de una epopeya, y sepultando a aquel idiota. El idiota que comprendió que la había amado como jamás nadie había hecho.


Días después del incidente, la agente Mason analizó los reportes del mismo. El artefacto explosivo en realidad no suponía ningún peligro, ya que no contenía ninguna clase de explosivo en realidad, sino que se trataban de tubos de dinamita rellenos con arena, y el detonador, el cual se recuperó tiempo después junto con el cadáver de Ian, no tenía ninguna clase de mecanismo remoto en su interior.
Nada de ello tenía sentido. No en ese momento al menos.
Unos días después recibió la noticia de que sería ascendida debido a su rápida acción en momentos de alta tensión. Y allí comprendió a que se refería cuando dijo que le daría “su último regalo”.
Pero aun así, debía haber algo más.
Se dirigió con prisa a la morgue y pidió ver el reporte del examen de la autopsia.
—Agente Mason, aquí tengo el reporte. Como sabrá, la causa de muerte fue debido al disparo en la cavidad torácica, perforando el pulmón derecho. Pero hay algo más—indicó el forense.
— ¿Algo más?—preguntó ella.
—Sí. Hemos hecho algunos estudios más, y descubrimos que tenía un tumor maligno en la cabeza, concretamente en el lóbulo parietal. Consultamos sus registros médicos, e indican que el diagnóstico del señor Meyers  era terminal. No le quedaban más de dos meses de vida—dijo el forense.
Gabrielle se quedó pensativa un momento, atónita. Y entonces comprendió.
Se desplomó en el suelo, llorando inconsolablemente, al tiempo que el forense intentaba calmarle.
—Ian… —sollozó.
Su llanto resonó en aquel recinto de muerte por mucho tiempo.

Al regresar a su casa, su hijo corrió Alan corrió con los brazos abiertos para recibirla.
Jamás había necesitado tanto uno.
—Mami, ¿Te encuentras bien? ¿Qué sucede?—preguntó el chico.
—Nada, cariño. Mami está bien. Solo un poco cansada. —respondió ella, intentando contenerse.
—Ah, bueno. Mami, hace unos minutos llegó esto para ti en el correo—dijo Alan, tendiéndole su mano, el cual contenía un pequeño paquete.
Ella lo miró sorprendida.
—Gracias, Alan—le dijo, besándole la frente.
—Mami, ¿puedo jugar con la computadora?—preguntó, usando esa sonrisa que siempre utilizaba para sobornar a su madre.
—Por supuesto, cariño. Ve—le dijo, devolviéndole la sonrisa.
Gabrielle fue a su cuarto y abrió el paquete. Era una pequeña cajita con un anillo adentro y una carta. La leyó, y sintió su corazón destrozarse con más fuerza. No puedo evitar soltar el llanto del más despiadado dolor. Alan corrió hasta ella y la abrazó, muy consternado y preocupado.
— ¡Mami! ¿Qué sucede? ¿Te has lastimado?—preguntaba preocupado.
Ella solo atinó a abrazarle con fuerza.
— ¿Mami?—preguntó nuevamente Alan, y le abrazó con fuerza también.
La carta se deslizó de sus manos, cayendo al suelo.
“Mi amada Gabrielle.
Si has recibido esto, es porque ya no podré volver a besarte. He dado la orden a mi secretaria de que te la enviase al momento de mi muerte.
Espero puedas perdonarme algún día.
Este anillo, era el que planeaba darte algún día, un día que hace unos meses supe que jamás llegaría.
Perdón por haberte llevado a ese extremo, pero me has salvado de un final aún más horrendo.
Y has vuelto a salvarme.
Gracias por la maravilla de conocerte.
Siempre tuyo.
Ian”
Madre e hijo continuaron abrazados.
Y con el paso de las horas, la noche volvió a devorarse a la ciudad.


domingo, 4 de mayo de 2014

El Velo.

  

                -¡Deme otro!-farfulló Stanley.
                -Ya bebió demasiado, Sr. Waters.-dijo con severidad el cantinero.
                -Yo diré cuando he bebido demasiado... ¡Que me des otro!.-gruñó el corpulento Stanley.
                -Sr. Waters, ya no puedo servirle más. Por favor, le pido que se ret...-Intentó decirle, pero aquella bestia imponente ya lo había tomado por las solapas.
                -¿Le vas a negar otro vaso de whiskey al buen Stanley?-dijo entre dientes.
                Todo el bar miraba expectante la escena, pero nadie dijo nada.
                -Sr. Waters, por favor...-gimió el tembloroso cantinero.
                -¡Bah! ¡A la mierda contigo!-gritó el gigante, empujándolo contra las botellas que tenía detrás de sí en los estantes, rompiendo varias de ellas en un quejoso estruendo de vidrios rotos.
                El gorila dio unos pasos atrás, y veloz como la legendaria reputación que le seguía, desenfundó su Smith & Wesson calibre 45, apuntando al pecho del cantinero.
                -¡P-Por favor, S-Sr. Waters! ¡NO!-gimió el pobre viejo.
                Stanley sonrió, y gatilló, en un inmenso estruendo de pólvora y más vidrios rotos. La gente del bar gritaba desesperada al verlo al pobre Willy llevarse la mano al hombro izquierdo, sollozando. Se incorporó como le fue posible, mirando atónito a aquel gorila que no lo había liquidado.
                -G-Gracias, Sr... Gracias por no m-matarme...-sollozaba el viejo, haciendo presión en la herida, cuya sangre salía a borbotones.
                Stanley miró con desdén, con evidente esfuerzo para mantenerse en pie.
                -¿Gracias?... Mierda... Fallé. Ya he bebido bastante. Adiós.-dijo, guardando el revólver y saliendo a los tumbos del recinto, mientras la gente se apartaba de su camino. Afuera del bar, se detuvo por unos momentos, revisó sus bolsillos para sacar su cigarrera y encendió uno de sus Benson con los cerillos a los que tanto se había acostumbrado. Se acomodó su sombrero y emprendió su camino.
                Stanley Waters caminaba por las calles intentando mantenerse firme, pero el fresco aire nocturno solo acrecentaba su estado de ebriedad. Se detuvo para recomponerse un poco y sumergirse en sus pensamientos.
                Dallas. Condado de mierda, estado de mierda, calles de mierda y una época no más agraciada. La gran depresión de hacía dos años aún hacía estragos en el país,  y mejorando aún más las cosas, la maldita ley seca hacía que su whiskey no solo fuera difícil de conseguir, sino que sus precios eran gigantescos, y bares clandestinos como el del viejo Willy estaban en extinción. Y él había disparádole al pobre cantinero. Pero que más da... Después de todo, aquel rincón perdido del mundo seguía funcionando gracias a él, pensaba. Además, estaba seguro que él hubiera deseado en realidad que lo liquidase, pues la única familia que le quedaba era su bellísima hija de veintiún años, Bethany, la cual había desaparecido hace unos meses atrás dejando una nota de suicidio sobre su escritorio, aunque jamás se encontró su cadáver. No era de extrañarse, ya que era sabido que sufría de una depresión crónica y su novio la había abandonado poco antes. Pobrecilla, y por supuesto, el pobre Willy había quedado destrozado.
                Si bien no era intocable, la gente le temía a Stanley Waters. Era el comisario en jefe del departamento de policía local, y el más corrupto en todo el estado de Texas. Había llegado a un jugoso acuerdo con muchos "proveedores" del tan preciado líquido y se encargaba de su distribución en los pocos bares clandestinos que pudo mantener en funcionamiento. Además, tenía una legendaria puntería con su arma y un desenfundado veloz que solo se equiparaban a su frialdad y falta de escrúpulos al momento de usarla, dotes que le habían ayudado a ascender a su actual puesto. Era fornido y especialmente violento bajo los efectos del alcohol. Rubio de ascendencia germana, tenía un rostro severo. Era muy varonil y atractivo, aún con ese parche en su ojo ausente, producto de una balacera con unos ladrones de bancos hacía unos años atrás. Era muy gentil con las mujeres y de ejemplar caballerosidad, pero todo encanto se desvanecía cuando comenzaba a beber. El temor de la gente no era infundado, pero ello no evitaba que se sintiera solo y apartado.
                Miró hacia la pobremente iluminada calle, encendió otro cigarrillo y emprendió nuevamente su marcha, con un incipiente dolor de cabeza y unas evidentes nauseas, aunque ya más estable. Siguió vagando por las calles sin rumbo fijo, pues no deseaba volver a su casa. La soledad de aquel lugar le deprimía desde que su esposa había fallecido y solo quería disfrutar un poco más de aquel mugriento aire.
                Caminando aún por aquellas sucias calles, algo llamó su atención. Algo en el suelo que emitía un brillo metálico, plateado. Se acercó a él y se agachó para recogerlo. En su mano, pudo ver que se trataba de una llave, muy antigua y finamente labrada, con la forma de una rosa pintada de negro, con bordes de oro y del tamaño de su mano, la cual no era precisamente pequeña. Se levantó para ver de dónde podría haberse caído, pero era una calle sin puertas, solo paredes de ladrillo gastado y mohoso. La miró extrañado por unos momentos y luego se la guardó en el bolsillo. Quizás otro día podría caminar por allí para observar con más detenimiento el lugar, puesto que quien perdiera tan hermosa llave, seguramente daría una buena recompensa por recuperarla. Sin más, se dirigió a su casa para poder descansar un poco. Guardó la llave en el cajón del aparador de su habitación y se desvistió. Pudo observar como la luz de la luna llena caía directamente sobre el contorno de sus tonificados músculos, aquellos que su amada esposa solía acariciar noche tras noche antes de hacer el amor salvajemente.
                Eran días diferentes, una vida diferente.
                Un Stanley diferente.
                Uno que no bebía y era recto, que creía en la justicia y en el deber, uno al que aquella hermosa mujer amaba aún faltándole un ojo y estando lleno de cicatrices por todo su cuerpo, producto de numerosos enfrentamientos con pandillas, pero que jamás había renunciado a lo que creía. Al menos, no hasta la muerte de su esposa, víctima inocente de un tiroteo entre la policía y unos gangsters. Un día que ella había ido a comprar la comida para prepararle la cena a su esposo. Un desgraciado día en el cual eligió caminar devuelta a su casa por otra calle, frente al banco estatal. Ella pasaba justo enfrente del mismo cuando aquellos bastardos salían con el dinero y la policía llegaba segundos después. Los policías dispararon primero y los otros les respondieron, como si ella no estuviere allí. En cuanto él llegó, los gangsters habían muerto, así como un policía y dos heridos. Y entre aquellos cadáveres y los casquillos de bala, estaba ella. Tendida, inerte, hermosa aún en la muerte. Gritaba su nombre con desesperación y llanto mientras sostenía en sus brazos a la que fue una vez su esposa. Hicieron falta al menos cinco de sus compañeros para apartarlo de aquel cuerpo inmóvil. No hubo funeral.
                Todo aquello le produjo una gran nostalgia y dolor. Se acostó en la solitaria cama y cerró sus ojos, sintiendo como las lágrimas se escurrían silenciosamente en un río solitario.
                Los días siguientes transcurrieron sin cambio alguno, olvidándose eventualmente de aquella llave antigua, con la sola diferencia que desde que la encontró comenzó a tener sueños extraños, y eróticos, todas las noches. Y siempre con la misma mujer, cuya rubia cabellera irradiaba una luz espectral, como si de un oro evanescente se tratase, y cuyos verdes ojos resplandecían como el más fino jade cristalino, pero ello era lo único que podía recordar.
                Casi una semana después, volvió a acostarse como todas las noches, y como el resto de aquellos días, nuevamente soñó con aquella mujer, pero mientras se encontraba en plenos juegos con su onírica compañera, un fuerte ruido lo despertó. Entre farfullas e insultos, encendió su lámpara de queroseno y observó su habitación. No había mucho que ver allí, ya que carecía de otros muebles aparte de su cama, un aparador, una pequeña mesa al costado donde se encontraba la lámpara y su revólver, y un gran y antiguo armario que había pertenecido a su familia por generaciones, y fue cuando miró hacia el rincón donde este se encontraba que pudo observar que las puertas del mismo se encontraban completamente abiertas y toda su ropa se hallaba esparcida por el suelo. Sin abandonar la calma, estiró su mano hacia su arma y la tomó con cautela. Se levantó de la cama y se dirigió hacia el armario. Miró dentro de él, pero no encontró nada. Revisó cada rincón de la casa. Todo parecía encontrarse en orden; las puertas y ventanas se encontraban cerradas desde adentro, y al revisar sus ropas, comprobó que nadie se había llevado nada. Pensó que quizás algún gato había entrado y volvió a revisar su armario con detenimiento, pero no encontró nada allí. No, si había algo diferente, o que al menos jamás había notado antes. Una pequeña abertura, con la forma de una cerradura y el dibujo de una rosa negra debajo de ella. Pensó durante unos momentos, y recordó aquella llave que había encontrado en la calle. La buscó en su aparador y la llevó hacia el armario. La introdujo y observó que calzaba perfectamente allí. Dudó por unos instantes, pero se decidió y giró la llave. Luego de sentir el chasquido del pestillo, la pared se abrió sola hacia afuera, descubriendo un largo pasillo completamente cubierto de piedra y envuelto en una oscuridad impenetrable.
                Absorto, no dio crédito a sus ojos. Aquello era imposible, dado que su habitación se encontraba en la segunda planta y detrás de aquel inmenso armario solo se encontraba la pared que daba a la calle. Y sin embargo, el gran pasillo pedregoso y rectangular se encontraba allí. Podría haber excusado una fuerte dosis de su licor ambarino, pero aquel día no había bebido una sola gota debido a un malestar estomacal. Pensó por un largo rato, pero sabía que no podría conciliar el sueño estando aquel enorme agujero allí. Resuelto, tomó su lámpara, aseguró su pistola y se introdujo en aquella abertura.
                Sus pies sintieron el frío tacto de la piedra, comprobando cuan real era todo aquello a medida que avanzaba en la oscuridad. Caminó recto durante al menos una hora. Volteó para observar su habitación, pero hacía tiempo que esta ya no era visible, por lo que decidió seguir avanzando. El moho cubría las paredes y el techo, solo el suelo se mantenía libre de aquel hongo, como si caminasen seguido por allí. Continuó caminando por algunos minutos más hasta que pudo divisar una tenue luz al final de aquel pasillo. La ansiedad comenzó a invadir su corazón, el cual ya se encontraba en su punto límite debido al incuestionable miedo que sentía desde que había entrado allí. La luz se veía cada vez con más claridad, o mejor dicho, podía ver sobre qué caía aquella luz mortecina de un blanco casi celeste.  
                Apenas hubo cruzado el umbral, se encontró en una enorme habitación circular, de al menos diez metros de altura, cuyo techo se sostenía sobre seis inmensos pilares, los cuales dibujan un hexágono en el centro del recinto. La luz provenía de una especie de cristal que se encontraba encastrado en el centro del techo abovedado. Las paredes se encontraban talladas, mostrando gran cantidad de dibujos en relieve, algunos mostrando símbolos en sumo extraños y otros diversas escenas, algunas de ellas mostrando batallas de algún tiempo y otras rituales de alguna religión olvidada, pero su vasta mayoría representando orgías y festines sexuales de toda clase. Los pilares no estaban menos detallados, pero sin duda el propósito de aquella sala estaba en su centro, dentro de aquel hexágono. Era lo que parecía ser el marco de una puerta tallada en piedra, del doble de ancho y alto que él mismo, pero donde debería estar la puerta solo había un velo de color negro, de un terciopelo traslúcido, divido en dos que llegaba hasta el suelo, cubriendo el centro del marco por completo. Se acercó a él y lo rodeó para observar del otro lado, pero no había nada más allí, solo ese imponente velo negro. Dejó su lámpara a un costado y se acercó un poco más. Lo tocó, y pudo sentir que era tan suave que su tacto apenas podía percibirlo. Se quedó observándolo por unos minutos, intentando adivinar qué era lo que aquello representaba y a qué clase de lógica obedecía este lugar. Se sumió en sus pensamientos, hasta que una voz salió detrás del velo.
                -Stanley…-dijo una distante voz.
                Se sobresaltó y caminó hacia atrás espantado. Solo podía observar boquiabierto.
                -Stanley…-volvió a llamar la voz, que se escuchaba un poco más cercana.
                -¡¿Q-Quién está ahí?!-gimió el gigante, al tiempo que apuntaba con su arma al centro de aquella cortina negra.
                -Stanley… Hermoso, Stanley…-dijo aquella voz, que se encontraba aún más cerca, y se oía más femenina.
                -¡Identifíquese o disparo!-gritó aquél, amartillando el revólver y retrocediendo unos pasos.
                -¿Vas a dispararme, Stanley?-decía aquella voz, cuya dueña ya prácticamente se encontraba detrás del velo.
                -¡Sea quien sea, no dé un paso más o dispararé!-amenazó el gigante.
                -¿De verdad vas a hacerlo, cariño? ¿Aún después de habernos divertido tanto juntos en las últimas noches?-dijo la sensual voz.
                -¿Q-Qué? ¿De qué hablas?-preguntó extrañado, pero no tuvo que esperar demasiado para saberlo.
                Los bordes inferiores del velo comenzaron a moverse, como si una pequeña ráfaga de viento danzase con ellos, y unas manos comenzaron a salir detrás de la cortina, corriéndola lentamente, a medida que su dueña se iba descubriendo de a poco. Solo en ese entonces Stanley observó que el velo era transparente, y que aquella inmensa negrura existía por su propia cuenta, encerrada por aquel marco de piedra. Sus brazos emergieron de esa oscuridad, mostrando su pecho y sus largas y bien torneadas piernas. Y entonces su rostro emergió de aquel mar negro, mostrando unas delicadas facciones, una dorada cabellera rubia y unos ojos tan verdes y brillantes como el jade cristalino. Era aquella mujer, la que había estado invadiendo sus sueños durante las últimas noches, y ahora recordaba cada detalle que se mostraba ante él, solo que se escondían bajo un vestido blanco de seda traslúcida. La firmeza de sus pechos, sus largas y esplendorosas piernas de ensueño, su hermosa cola, firme de redondas nalgas, y aquellos labios carnosos, dulces y delicados que tantas delicias provocaron en el mundo de Morfeo. No pudo evitar sentirse un poco avergonzado, puesto que había ido hasta allí tal como se había levantado de su cama,  completamente desnudo
                Se acercó parsimoniosamente a Stanley, con pasos ligeros como el viento.
                -Tú… Tu eres…-dijo, atónito.
                -Sí, soy yo, cariño.-dijo aquella deslumbrante mujer.
                -Pero… Solo eras un sueño…-dijo Stanley sin salir de su asombro.
                -Lo era. Mira, soy tan real como tu piel.-dijo ella.
                Acercó su mano izquierda para acariciar su rostro, mientras la derecha bajaba los imponentes brazos que sostenían el arma con suavidad. Sus manos eran suaves como la seda y su tacto relajante, como si de un ángel se tratase.
                -¿Quién eres?-pregunto, extasiado por las caricias
                -¿Acaso nuestros nombres importan, bello mío?-dijo ella sonriendo. Sus largas pestañas eran hipnotizantes.
                -N-No… Pero, ¿Qué es este lugar?-preguntó.
                -Es la habitación del placer, dueño mío. Un lugar erigido con el propósito de satisfacer los más prohibidos placeres del hombre. Los grabados representan los anhelos secretos de los hombres y mujeres de ayer y hoy, aunque aquí no existe el tiempo. Y yo he nacido para satisfacerte exclusivamente a ti, mi precioso Stanley.-dijo aquella dama venusina.
                -¿Para satisfacerme a mí? Pero yo no…-quiso decir él.
                -Shhh, amado mío. Tus palabras no son necesarias ahora. Solo el fuego que ha encendido la llama de mi pasión durante aquellas noches.-dijo ella, posando su índice sobre los labios de Stanley.
                Y sin darle tiempo a replicar, unió sus labios con los de él, besándolos con suavidad. Aquellos labios eran dulces como la miel, y su forma de mordisquear los suyos acabó con cuanta resistencia el pudiera haber tenido. Fundieron sus brazos el uno con el otro, brindándose cuantas caricias podían. Sus lenguas se encontraban una y otra vez, en una fogosa danza interminable. Y entonces la lujuria no se hizo esperar.
                Él la apartó de sí y comenzó a quitarle aquella única prenda que le cubría sus hermosas curvas. Y cuando lo hizo, supo que sus ojos jamás volverían a ver una obra de arte lujuriosa como aquella. Su pequeña cintura enloquecía sus sentidos, sus pezones eran rígidos pero delicados, y su monte de venus… ¡Cuanta gloria yacía entre aquellas esculturales piernas, guardianas de tan hermoso y sagrado templo!
                Le abrazó contra sí mismo y comenzó a besarle nuevamente, mordisqueando suavemente aquellos delicados labios, jugando con su lengua y explorando cada rincón de su boca. Sentía que sus manos se apretaban fuertemente con su espalda, y él hizo presionó su sexo contra su miembro, el cual ya se encontraba en todo su vigor. Ella lo sintió y se separó de sus labios para besarle el cuello, moviendo su lengua frenéticamente. Continuó descendiendo por su pecho, hasta  encontrarse con su falo. Comenzó a acariciarlo suavemente con sus manos, lo aprisionó con su mano derecha y empezó a masajearlo lentamente. Miró a los ojos a su amante, quien se encontraba expectante, acariciándole el cabello, y comenzó a masturbarlo suavemente. Podía sentir como aquella potente erección ganaba aún más fuerza en su delicada mano, como las venas que lo rodeaban se hinchaban aún más con la fogosa sangre que le daba vida a aquella lanza de lujuria. Mientras lo masturbaba, apoyó sus dulces labios sobre él, besándolo con delicadeza, para luego dejar que su lengua lo saboree, surcándolo una y otra vez, hasta que abrió aquella deliciosa boca y se lo llevó adentro de ella, aprisionándolo con aquellos labios de perdición. Él sostenía aquella rubia cabellera con sus manos y casi inconscientemente llevaba su cabeza hacia adelante y hacia atrás con suavidad,  sintiendo como su miembro se deleitaba con la lengua de aquella mujer. No pudo evitar cerrar sus ojos para dejarse llevar por tan placentera sensación, pero al abrirlos nuevamente, algo nuevo había aparecido en aquella habitación. Una cama. Una gran cama matrimonial, con sabanas de seda roja como la sangre y un respaldar finamente tallado en roble. Ella seguía succionando aquel imponente miembro cada vez más rápidamente, produciendo unos sonidos enloquecedores con sus labios. Stanley a duras penas podía controlar sus gemidos de placer. Jugaba con sus manos y su boca al mismo tiempo, deleitándose con cada centímetro de su asta, llevándola hasta sentirla entrando en su garganta. Continuó de esta manera por algunos minutos más, pero luego se apartó de él y se incorporó. Beso nuevamente los labios de su amante,  y tomándole de la mano, lo llevó hasta aquella cama, que aguardaba con ansiedad la llegada de sus huéspedes. Se subieron y ella se recostó en el centro. Stanley comenzó a besar su cuello con delicadeza, dejando que su lengua surcase aquella dulce superficie en movimientos circulares. Le sintió comenzar a gemir, moviendo sus hermosas piernas. Comenzó a descender hasta encontrarse con sus pechos, besándolos y mordisqueándolos con suavidad, presionando sus pezones con su lengua y rodeándolos lentamente. Después de unos minutos, siguió descendiendo por su vientre, hasta llegar a aquel hermoso monte de venus. Abrió sus muslos con sus grandes manos, y comenzó a besar aquel templo al fuego de la lujuria. Sus delicados labios eran suaves y finos, y su lengua no tardó en aventurarse dentro de ellos. Los bordeaba una y otra vez, a veces pasando sobre ellos suavemente, y otras veces introduciéndose en el calor de su dueña. Pudo sentir su clítoris emergiendo del templo, y comenzó rodearlo con su lengua incansablemente, yendo hacia arriba y hacia abajo, bordeándolo y rodeándolo en movimientos circulares. Podía oírle gemir y jadear continuamente, lo cual solo acrecentaba su deleite y deseo por aquel dulce festín. Cada vez lo lamía con más fuerza y rapidez, sintiendo sus muslos temblar sobre sus manos. Ella le sujetó su cabeza y la aprisionó contra su sexo, sintiendo como aquella intrépida lengua se adueñaba de cada rincón de su centro de placer. Sus gemidos eran incontrolables, y ello solo hacía que su amante le devorase con más ahínco. Se podía sentir temblar ante semejante éxtasis oral. Después de estar allí al menos media hora, se levantó y se posó sobre ella. Le besó con pasión y sostuvo sus manos, para luego introducir aquel poderoso ariete y quebrantar las puertas del paraíso. Comenzó a penetrarle lentamente, sintiendo como su miembro perforaba el interior de su amante, siendo abrazado por el fuego de aquella puerta prohibida. Sus embestidas fueron tomando velocidad y fuerza, palpando a cada momento como aquella puerta devoraba su miembro una y otra vez.
                -¡Ay, sí! ¡Más fuerte, mi amor! ¡Más fuerte!-gritó ella, aprisionando su cintura con sus piernas.
                 Los jadeos y gemidos de ambos se entremezclaron en una sinfonía sexual extasiante. A medida que le penetraba cada vez más rápido, ella lo sujetaba con firmeza, enterrando sus uñas en la espalda del gigante, sabiendo que ello solo provocaría un frenesí incontrolable en aquella bestia con forma humana.
                Después de unos momentos, ella le hizo girar hacia la derecha para colocarse encima de él, y sin hacerle esperar, comenzó a cabalgarle con rapidez, posando sus manos sobre aquel fornido pecho repleto de cicatrices.  Ella subía y bajaba sobre aquel mástil de carne y deseo, contorneando su cintura incansablemente. Mientras ella se movía frenéticamente sobre él, posó sus manos sobre sus pechos y empezó a apretarlos sin compasión, pellizcando sus pezones con suavidad y estirándolos. Durante un tiempo continuaron de esta manera, hasta que él le tomó por la cintura y le quitó de allí. Se incorporó, volvió a sujetarle de la cintura y la colocó contra el respaldar de la cama, poniéndose frente a aquellas imponentes nalgas, para luego comenzar a penetrarle de esta manera. Sus manos alrededor de su cintura la traían a él una y otra vez, embistiéndole cada vez con más fiereza. Sus jadeos se intensificaron y sus gemidos se habían convertido en gritos del más puro placer. La cama chirriaba incesablemente con cada embestida, cada vez más frenéticas.
                -¡Ahhhh! ¡Sí, sí! ¡Dame con fuerza, mi amor!-gemía ella, sin poder controlar su respiración, sintiendo como aquel gorila blanco le perforaba incansablemente.
                Unos momentos después, él se separó de ella, se agachó y comenzó a lamerle desde atrás, paseando su lengua por su clítoris y la entrada trasera de su ser. Podía oírle gemir incontrolablemente por cada movimiento de su lengua, abriendo sus nalgas con sus manos para saborear cada rincón de aquella puerta prohibida, introduciéndola en ambas entradas alternativamente. Volvió a incorporase y colocó su miembro aquella puerta cerrada, dispuesto a abrirla por la fuerza.
                -¿Q-Qué haces, mi amor?-preguntó ella algo temerosa.
                Pudo sentir la presión de aquel ariete intentando abrirse paso en aquel cerrado lugar.
                -¡No! ¡Por ahí no, mi amor!-rogó ella.
                -¿Acaso no me habías dicho que habías nacido para satisfacerme a mí?-inquirió, sonriendo.
                -S-Sí, pero…-se quejó ella.
                -Me encanta tu trasero. Y quiero estar dentro de él ahora.-dijo con evidente emoción.
                -B-Bueno… Pero despacio por favor, amor mío…-suplicó ella.
                Sin dejar de sonreír, presionó con fuerza y entró por aquél cerrado espacio.
                -¡AY! ¡Duele! ¡Duele mucho!-se quejó sollozando.
                Sin hacer caso a aquellas palabras, comenzó a penetrarle lentamente, sujetando firmemente su cintura con sus poderosas manos y escuchándole gritar de dolor con cada embestida, moviendo su pelvis una y otra vez, sintiendo como entraba dentro de ella, cada vez con más facilidad.
                -Ahhh… Duele… Ay… Ahhh… Por favor, despacio… Ahhh…-se quejaba, a medida que sus gritos se transformaban en gemidos y jadeos de placer. Sus nalgas sentían su incansable mástil entrar en ella una y otra vez. El dolor menguó cada vez más, hasta desaparecer por completo, anhelando sentirlo cada vez más profundo dentro de ella.
                -Más fuerte… Ahhh, sí… Más rápido y fuerte mi amor…-dijo ella, casi suplicando.
                Y entonces le embistió y llegó hasta el fondo de una sola vez.
                -¡AHHHH! ¡Ay, sí! ¡Sí, mi amor, sí! ¡Quiébrame!-demandó ella.
                Sus embestidas cobraron fuerza y rapidez, penetrando su trasero sin compasión, sintiendo como sus nalgas chocaban contra su pelvis. Sus jadeos y gritos aumentaban cada vez más.
                -¡Sí, sí! ¡Más fuerte, mi amor! ¡Quiero sentirte cada vez más!-gemía ella.
                Sujetándole el cabello, le cabalgó cada vez con más fiereza. Ambos gemían y jadeaban sin control, llegando al borde del éxtasis. Sus gritos enloquecían a Stanley, quien le penetraba aún más fuerte que antes, mientras ella con sus dedos se masturbaba, jugando con su clítoris. Ella continuaba suplicando por más y él obedecía sin dudar a la ahora dueña de sus sentidos.
                La cama continuaba chirriando sin cesar, dando la impresión de que iba a desarmarse en cualquier momento. Las sábanas se había caído a los lados y el sudor se hizo presente. Él le penetraba cada vez más rápido, y sabía que ya no podría resistir mucho más. Su amante temblaba de excitación, contrayéndose y lanzando largos suspiros por cada nuevo orgasmo que recibía. Y también estaba a punto de llegar al climax.
                -¡Sí, mi amor! ¡Ay, ahhhhh! ¡Ya estoy a punto de llegar, cariño! ¡Por favor, acaba dentro de mí! ¡Quiero sentir tu esencia desbordándome! ¡Por favor, no puedo esperar más!-dijo ella entre gemidos y jadeos.
                Al escuchar esas palabras, Stanley no pudo contenerse más, y le embistió con mayor fuerza y rapidez. Los gemidos de ella desbordaron sus sentidos, sus gritos cegaron su consciencia completamente.
                -¡Sí! ¡Sí, sí! ¡Termina ya, amor mío! ¡Lléname de ti!-suplicó ella.
                Y con las embestidas más fuertes y brutales, todo cuanto había dentro de él, salió inexorablemente, quemando las paredes de aquel paraíso de lujuria.
                -¡AHHHHHHH! ¡SÍ! ¡Ahhhhh!... Ahhhh…-gritó ella, deshaciéndose en placer al sentir aquella corriente cálida en su interior, llevándole al orgasmo final.
                Un enorme torrente blanco llenaba cada rincón aquella mujer, como un río desatado desde una montaña, el cual parecía no tener fin alguno. Las fuerzas de ambos colapsaron, y en cuanto Stanley se separó de ella, cayeron rendidos sobre las pocas sabanas que quedaban allí. Recuperaron un poco del aire perdido, el suficiente para mirarse entre ellos y sonreírse mutuamente. Y luego unas bocanadas más, para así poder acercarse, abrazarse y besarse tiernamente, hasta que ella se recostó sobre su pecho, y entonces ambos se quedaron dormidos.
                Al despertar, Stanley tardó unos momentos en recobrar la consciencia. Cuando la recobró, recordó cuanto había sucedido y enseguida buscó a su amante nocturna, pero en lugar de ello se encontró en su habitación, en el mismo desorden que la había dejado la noche anterior. Su pistola, la lámpara de queroseno y la antigua llave se encontraban sobre la mesa, y la puerta del armario, cerrada. Fue entonces cuando comenzó a pensar que todo aquello había sido uno de los tantos sueños que había estado experimentando durante las últimas noches, hasta que encontró una carta que yacía a su lado en la cama. Extrañado, la tomó y la abrió.
                Mi amado Stanley. Ha sido una noche maravillosa, y anhelo revivirla otra vez. Te esperare nuevamente ésta y todas las noches que desees pasar a mi lado. Te deseo con locura y te ansío sin prejuicio. Te estaré esperando, mi bello jinete.”
                No tenía firma alguna, pero la carta estaba impregnada con el perfume de su piel. Indudablemente aquello no había sido un sueño y la autora de la carta era esa hermosa mujer. Se levantó con rapidez y fue hasta el armario. La ranura de la llave había desaparecido, pero su contorno yacía dibujado en la madera. Se sonrió, y tomó su uniforme para dirigirse a la estación, pues debía estar en su oficina en media hora. Se vistió y salió caminando con una sonrisa perpetua en su rostro.
                Al llegar a la estación, recibió una desagradable noticia. William Parker, alias “el viejo Willy”, había fallecido la noche anterior a la medianoche a causa de una hemorragia interna producto de un disparo, y que no habían podido encontrar testigos.
                -Por supuesto, sabemos a ciencia cierta que el bar estaba casi lleno anoche, pero es  evidente que nadie quiere hablar-dijo el detective Ferguson-. Quien haya sido, probablemente los haya amenazado o sobornado, o ambas. Lo más seguro es que se trate de uno de los tantos gangsters que frecuentaban aquel antro. Por cierto, ¿No se dirigía usted hacia allí para efectuar una inspección, comisario Waters?-le preguntó.
                -Así es, Ferguson, me dirigía hacia allí, pero a medio camino comencé a sentir un fuerte dolor en el estómago, por lo que debí dirigirme hacia el hospital inmediatamente.-mintió Stanley.
                -Bueno, he de admitir que se ve bastante mal, comisario.-dijo petulante el detective.
                -Quizás sea porque no he dormido en casi toda la noche a causa de la fiebre, Ferguson.-aseveró.
                Se miraron a los ojos desafiantemente durante unos minutos.
                -Es una lástima entonces, pues eso descarta a nuestro último posible testigo, comisario. Disculpe mi interrupción, espero se sienta mejor, con lo que sea que le hayan dado en el hospital.-dijo Ferguson. Luego volteó y se dirigió a su despacho.
                Tardó unos minutos en recuperar la compostura, pero luego se enderezó y continuó su camino hasta su oficina. Solo tenía que hacer una llamada al hospital y hablar con el doctor Michaels, así su coartada estaría respaldada por un médico de gran renombre y un buen número de enfermeras que asegurarían que estuvo allí, llenarían registros de recepción de pacientes con su nombre y recetas para medicamentos, aunque él no hubiere estado allí en toda la noche. Michaels era un gran médico, pero con una lamentable debilidad por el vodka, debilidad que Stanley había sabido aprovechar y proveerle de aquella bebida cada vez que se lo pidiese a cambio de algunos favores. Solo era una relación de negocios.
                -Ese Ferguson… Siempre pisándome los talones. Que sujeto tan molesto.-pensaba, mientras encendía uno de sus Benson. Aquel detective de nariz aguileña y ojos azules siempre buscaba algún motivo para ponerlo bajo sospecha. Era evidente que al menos algo sospechaba, y que convendría mantenerlo vigilado.
                Por otro lado, el temor que le inspiraba a la gente había dado sus frutos. A pesar de estar borracho, sabía que había cometido una gran estupidez al dispararle al viejo Willy, pero ya estaba hecho, y además la gente no hablaría. Eso era seguro. Mañana le llevaría unas flores a la tumba del pobre viejo, como una pobre disculpa por su estupidez. Ahora tendría que buscar otro bar.
                No había nada de qué preocuparse.
                El día siguió sin mayores sobresaltos. Al concluir, volvió a su casa, se bañó y se dispuso a preparar la cena. Al terminar de cenar, escuchó un fuerte ruido que provenía de su habitación, similar al que lo había despertado la noche anterior. Subió rápidamente las escaleras y entró en su habitación. Las puertas del armario habían vuelto a abrirse, y la ranura en la pared del mismo había aparecido nuevamente. No pudo evitar sonreír.
                -Es la hora del postre-dijo, pronunciando aún más su sonrisa.

                Los días transcurrieron como siempre lo habían hecho, y las noches se sucedían unas a otras junto a aquel ángel lujurioso.
                -¡Ay, sí, mi amor! ¡Más duro, que me encanta!-gritaba ella entre dientes.
                Stanley le penetraba incansablemente contra la pared. Apoyando su pecho contra la misma, sus manos no podían evitar querer rasguñarla mientras él le sostenía la cabeza contra ella con una mano, mientras que con la otra sujetaba su cintura. Sus embestidas aumentaron poco a poco, haciéndole gemir y gritar aún más de placer, y él envuelto en el ardor del más hermoso éxtasis.
                Después de varios minutos, él se apartó y la llevó hasta aquella cama de sabanas rojas. Se recostó y le hizo una seña a su amada para que se diera la vuelta cuando intentaba subirse a él. Ella le sonrío, y le colocó su trasero en el rostro, mientras ella descendía hacia su miembro. Comenzó a succionárselo con ahínco al tiempo que se lo masturbaba. Él le abrió sus nalgas con sus manos y se dedicó a pasear su lengua por su sexo, así como la puerta trasera, presionando su trasero contra su rostro. Su lengua recorría cada centímetro de aquel hermoso y delicioso templo, jugando con su clítoris al tiempo que introducía sus dedos por la otra puerta. Extasiada de placer, ella lo masturbaba y lo chupaba cada vez con más rapidez, provocando que él hiciera lo mismo con su dulce monte de venus. Abrazando su espalda y su cola con más fuerza, él se lo lamía cada vez con más rapidez y fuerza, haciéndole jadear mientras ella se empeñaba en saborear su vigoroso miembro, cuyas venas parecía que fueran a explotar a causa de la excitación. Luego de unos minutos, ninguno de ellos pudo resistir más y ambos estallaron en un orgasmo conjunto, él sintiendo como la dulce miel de su amante se escurría por sus labios, y ella saboreando y tragando cada gota de la gran explosión blanca que ocurrió en su boca, sintiendo como la esencia de su amante atravesaba su garganta a medida que ella succionaba. Unos minutos después, ambos quedaron tendidos en el lecho de la lujuria.
                Él quiso decirle algo, pero antes de que pudiera abrir la boca, ella se levantó, le tomó de la mano y le llevó consigo al centro de la sala, junto a aquél velo. Le soltó la mano y se volteó para observarle directamente a los ojos.
                -¿Sucede algo?-preguntó él.
                -Stanley… ¿Disfrutaste tu tiempo junto a mí?-preguntó ella.
                -¡Vaya pregunta! ¡Por supuesto que sí!-dijo él, alegremente.
                -Me alegro de oír eso.-dijo ella sonriendo, solo que su sonrisa no era en absoluto de alegría, sino más bien burlona. Casi malvada. Y sus ojos, emitían una frialdad que congelarían el mismo sol.
                -¿Por qué me miras de esa manera?-preguntó él, algo asustado.
                Ella solo se limitó a sonreír, pronunciando cada vez más su sonrisa.
                -¿Q-Qué sucede? ¿Por qué no me respondes?-preguntó con evidente nerviosismo.
                Su sonrisa seguía pronunciándose más.
                No. Su sonrisa no se estaba pronunciando, sino que las comisuras de sus labios comenzaron a desgarrarse lentamente, como si la piel misma cediese ante una cuchilla invisible,  dejando entre ver sus dientes, antes ocultos por las mejillas. Pero no solo eso, sino que sus labios  parecían marchitarse, dejando de esta manera toda su dentadura al descubierto, solo que ya no eran aquellos dientes blancos y perfectos, sino que estaban podridos y en punta, como si todos ellos fueren lo colmillos de una bestia infernal acostumbrada a comer carne podrida.
                -¿Qué sucede, Stanley? ¿Ya no te parezco atractiva?-dijo ella al tiempo que se reía estridentemente, solo que ya no era su voz. Junto a la suya, sonaban al unísono mil voces más que parecía provenir de los confines del mundo, algunas chillantes y estridentes, otras gruesas e indistinguibles.
                -¡¿Pero qué…?! ¡¿Quién o qué eres?! ¡¿Qué significa todo esto?!-gimió el gigante en el límite del horror.
                -Ahh, pobre Stanley… Tan ardoroso en el sexo como frío en el asesinato.-dijo ella en tono burlón.
                De sus antes delicadas manos comenzaron a crecerle garras en cada dedo, cuyas puntas eran tan afiladas como el acero mejor templado.
                -¿A-Ah qué te refieres?-preguntó, casi temblando.
                -¿De verdad no lo sabes? ¿O solo pretendes no saberlo? Eres una criatura vil, Stanley… ¿Tan pronto ya te olvidaste del pobre viejo Willy?-preguntó ella, socarronamente.
                -El viejo Willy… Pero, ¿Qué es lo que él tiene que ver en todo esto?-preguntó extrañado.
                -Todo, mi querido Stanley, todo.-dijo ella riéndose, pero con un evidente odio en sus ojos.
                -¿Qué quieres decir?-preguntó.
                -Verás, mi querido Stanley, la razón es sencilla. El viejo Willy es mi padre.
                Tardó unos segundos en comprender aquellas palabras, y fue entonces cuando el terror se apoderó de él.
                -T-Tú… Eres Beth…-quiso decir, pero el nudo en la garganta le impedía articular las palabras apropiadamente.
                -Sí, mi hermoso Stanley… Bethany Parker…-dijo ella, sonriendo.
                -Pero… la nota de suicidio, la depresión, tu desaparición…-intentaba comprender.
                -Insensato Stanley… Desde pequeña siempre tuve una inteligencia superior, pero digamos que la clase de conocimientos que deseaba adquirir estaban un poco… Fuera de lo común.-dijo ella.
                -No comprendo…-dijo él.
                -Desde los ocho años siempre estuve interesada en la magia y las artes arcanas. A los doce ya sabía cómo adquirir cosas materiales mediante encantamientos realizados en el plano astral. Dime, sino, ¿Cómo crees que mi padre pudo obtener el dinero para comprar aquel bar de mala muerte, siendo nosotros tan pobres? ¿Y por qué crees que su anterior propietario, quien siempre se negó rotundamente a venderlo, al cabo de unos días decidió poner a mi padre, un hombre que apenas sí conocía, como único heredero de aquel edificio, sin mencionar su repentina muerte al día siguiente de realizar el testamento? Fui yo Stanley. Fui yo quien pudo conseguir el dinero para poder comprar las escrituras y quien le ordenó a aquel viejo en sueños que pusiera a mi padre en su testamento.-dijo ella.
                -Pero…-quiso decir él.
                -Por supuesto, anhelaba saber cada vez más, volverme más poderosa. Un día llegó a mis ansiosos oídos el nombre de una mujer, cuyos estudios revelaban el verdadero poder del mundo de los muertos. Una mujer llamada Helena Petrovna Blavatsky.-dijo ella.
                -Helena… ¿Te refieres a Madame Blavatsky, la bruja de Rusia que podía hablar con los muertos?-preguntó atónito.
                -La misma-replicó ella sonriendo.
                Él era un completo ignorante en casi cualquier cosa que estuviera fuera de los límites de su arma, y más lo era en cuestiones tan complejas como las que hablaba Bethany, pero esa mujer y su fama no le eran en absoluto desconocidas.
                -Quería aprender todo cuanto pudiera de ella, pero por supuesto, ella llevaba décadas durmiendo con los gusanos, por lo que me dediqué a estudiar a fondo sus libros, y cuantos más pude conseguir de otros maestros, como Aleister Crowley, por lo que nunca me sentí satisfecha con lo que sabía. Y para aprender más, sabiendo que mi padre al ser católico jamás permitiría que yo estudiase y practicase lo que él y toda su condenada religión calificaba de herejía, tuve que irme de mi casa, por lo que planee mi propio suicidio y posterior desaparición, para evitar que nadie me siguiese ni me detuviera. Yo amaba a mi padre, pese a todo, y jamás hubiera considerado en matarlo para cumplir mi propósito. Luego de haberme ido, adquirí cuantos conocimientos pude y estudié con cuantos maestros se cruzaron en mi camino, pero nada era suficiente, nada se alejaba demasiado de lo que yo ya sabía acerca de lo oculto y prohibido. Sabía que no aprendería lo que de verdad necesitaba de ningún ser humano, y fue entonces cuando decidí ir un poco más lejos…-dijo ella, al tiempo que se volteaba a mirar aquel imponente velo de donde había salido.
                -¿Qué es eso entonces?-preguntó él.
                -Esto, mi hermoso Stanley, es el Velo de Isis, la puerta que lleva al mundo de los muertos sin abandonar la forma física, es decir, sin tener que morirse-dijo, riéndose.
                -¿Pero cómo es que esto…?-intentaba preguntar.
                -El Velo no tiene forma alguna. Es una masa incorpórea que sólo puede retenerse mediante símbolos mágicos, como los que ves en el marco. El problema, es que los muertos no son los únicos que habitan en el otro lado.-decía sonriendo con aquella boca putrefacta.
                -¿Quieres decir que…?-quiso preguntar, temiendo la respuesta.
                -Demonios, Stanley. Demonios que vagan en aquella dimensión a su antojo, torturando a los muertos por puro placer.-decía con malevolencia.
                -¿Y cómo rayos ha llegado esto aquí?-preguntó desconcertado.
                -¿Llegado? Stanley, tú eres quien ha llegado aquí. Sucede que el Velo no puede mantener su forma solo con los símbolos del marco, sino que también requiere una gran cantidad de energía… Una gran cantidad de energía negativa. Como te habrás dado cuenta, mi bello Stanley, esta no es una habitación del placer. En este recinto, dentro de los grabados, se encuentran encerrados los peores temores y terrores del hombre, todo cuanto causa pena y dolor en este mundo. Es una habitación, una caja de miedo y odio construida con el solo propósito de servir de vínculo y sustento a portales como este, y tú has encontrado la llave, o mejor dicho, he hecho que encuentres la llave, esperando a que abrieses la caja más famosa de todas.-dijo ella riéndose.
                -¿La más famosa de todas…? ¿Te refieres a…?-dijo al comprender la magnitud de su error.
                -Así es, mi amor, la Caja de Pandora, o la Caja de Belial, como los adeptos a la demonología gustan de llamarla. Puede mantener cualquier forma externa, y aquel armario viejo tuyo suponía un lugar idóneo para vincular la entrada. Y aquí estás, ante mí, el hombre que dio muerte a mi pobre padre solo por estar borracho…-su sonrisa se desvaneció, y podía ver como la sangre comenzaba a brotar de sus putrefactas encías a causa de la presión de los dientes.
                -Pero… ¿Por qué te has acostado conmigo entonces?-preguntó él.
                -Bueno, respecto a eso… Sucede que no se puede entrar al Velo de Isis y salir a su antojo, al menos no un ser humano, y los muertos tampoco pueden cruzar de este lado. Solo los demonios tienen esa capacidad. Sabía que si de verdad deseaba el verdadero poder, debía cruzar la puerta, y así lo hice. En ese entonces tenía la forma de un lago negro. En cuanto me sumergí, todo era la más absoluta negrura. Un vacío infinito cuyo solo pensamiento despojaría de la cordura de quien lo viese. Pero esperé, y luego apareció ante mí. El más absoluto caos, el Infierno en toda su extensión. Ya podrás imaginarte lo que vi allí.-dijo ella.
                -Pero si lo que dices es cierto, ¿Cómo has logrado salir?-preguntó él.
                -En cuanto llegué, ya había alguien esperándome, o mejor dicho, habían muchos de ellos  esperándome. Sabían a que había ido y que era lo que buscaba. Y al verme, me ofrecieron un trato. Si los dejaba entrar dentro de mi cuerpo y mi alma, no solo podría volver a cruzar a través del Velo, sino que también adquiriría el poder que tan ansiaba. Pero sucede que ellos eran súcubos, demonios que se alimentan de la energía sexual de los hombres durante el sueño.-dijo sonriendo.
                -Entonces durante aquellos sueños, ¿No eras tú?-preguntó él.
                -Ahora que lo sabes, el término apropiado sería “nosotros”, ¿No te parece?-dijo riéndose estridentemente.
                Stanley observó con horror como unas cadenas comenzaban a salir desde aquella cortina negra. Cadenas terminadas en una punta intensamente afilada.
                -Pero ya es suficiente charla, mi buen Stanley… Asesinaste a mi padre, ¡Y ahora pagarás con tu sangre!-gritó ella.
                Ni bien pronunció aquellas palabras, una de aquellas cadenas salió a toda velocidad, dirigiéndose al pecho de Stanley, pero había podido prevenir el ataque, por lo que saltó velozmente hacia un costado, esquivándola. Una segunda cadena corto el aire de un zumbido, pero nuevamente pudo esquivarla saltando hacia el otro extremo, donde se encontraba la lámpara de queroseno. Volvió a saltar hacia ella, y una tercera cadena salió disparada, la cual falló por unos pocos milímetros, provocándole un severo corte en las costillas. Stanley gimió de dolor al caer al suelo, pero no tenía todas aquellas cicatrices por nada, por lo que se olvidó del dolor, tomó la lámpara, y la arrojó con todas sus fuerzas contra el monstruo. Ésta chocó contra su pecho, haciendo que el cristal se hiciese añicos y derramando todo el aceite a los pies de Bethany, creando una laguna de fuego que rápidamente se extendió por todo su cuerpo. Pero en lugar de gritar de dolor, podía escucharla reírse.
                -¿Fuego? ¿De dónde crees que he venido, grandísimo animal?-decía entre carcajadas.
                Intentando no dejarse llevar por la sorpresa, corrió hasta donde había dejado su revólver, el cual siempre llevaba consigo por precaución. Lo tomó y apuntó directamente al pecho de Bethany.
                -Oh, ¿Vas a dispararme Stanley? ¿Dispararle a la mujer que le ha dado un poco de felicidad a tu mísera vida durante las últimas noches?-se burló ella.
                -¡Tú no eres una mujer! ¡Eres un monstruo!-bramó él.
                -Oh, hieres mis sentimientos, Stan… ¿Acaso también le dispararás a la mujer que te hizo feliz durante diez años?-le desafió
                -¿Qué? ¿De qué demonios hab…?-quiso preguntar, pero su garganta se cerró ante el siguiente espectáculo.
                Mientras ella reía, algo comenzó a ocurrir con su pecho. Su carne comenzó a deshacerse y abrirse ante él. Con extraños movimientos, su piel tomaba diferentes formas, cortándose y reconstruyéndose después. Después de un rato, aquella cosa comenzaba a tomar forma, grotesca, pero luego fue definiéndose más en lo que parecía ser un rostro. Los rasgos comenzaron a dibujarse sobre la piel, ahora mostrando un rostro definido. Cuando finalmente cesó, aquella nueva cara en su pecho abrió sus ojos, lo cuales miraban directamente los míos. Conocía esos ojos, esa boca… Ese rostro…
                -E-E… Eli-s-sabeth… -intento decir, ante aquella mezcla de horror, alegría y tristeza que estaba experimentando al ver el rostro de su difunta esposa, mirándole desde el pecho de aquella cosa.
                -Stan… Mi amor…-dijo aquel rostro.
                -E-Elisabeth… De verdad…-intentaba formular que nunca llegó, mientras sus lágrimas comenzaban a brotar al reconocer su voz.
                -Sí, mi amor. Soy yo… ¿Por qué me apuntas con tu arma? ¿Vas a dispararme?-preguntó aquella cara, mostrando tristeza en sus ojos.
                -Mi amor… Y-Yo…-sollozó, sus brazos comenzaban a flaquear.
                -Dueño mío, no me mates, por favor… Esperé mucho tiempo para poder volver a estar a tu lado… ¡No me mates, Stan!-sollozaba ella.
                -N-No mi amor… Yo nunca…-gemía. Sus brazos bajaron casi del todo.
                -Ven conmigo, mi amor… Ven y seamos felices juntos otra vez… Sin miedo, sin dolor, sin muerte…-suplicó ella.
                Sin dolor. Sin muerte. Y comprendió.
                Alzó su arma nuevamente, esta vez apuntándole directamente al rostro de Bethany, y sin dudar un instante, disparó contra ella.
                -¡AAHHHHRRRGGGGHHHH!-gritó ella con voz sobrehumana, y al momento del impacto, el rostro de Elisabeth desapareció de su pecho, retorciéndose, haciendo un espantoso ruido de carne moliéndose y despedazándose, hasta volver a reconstruirse a como estaba antes.
                -¡BASTARDO! ¡Eso me dolió!-bramó Bethany con furia.
                -Seré un bruto, pero si hay algo que sé con certeza, es que nadie vuelve de la muerte. Ya no puedes engañarme.-sentenció Stanley.
                Ella le miró con un intenso odio, pero luego comenzó a sonreír, y después a reírse a carcajadas. Él la miró extrañado, pensando de qué se estaba riendo.
                -Está bien, jugué un poco sucio. Felicidades, mi bello Stan, me descubriste. Buen trabajo, comisario. Es un lástima que esa cosa de la que tanto te fías no pueda hacerme daño.-dijo, y comenzó a reírse nuevamente.
                Stanley se enfureció y volvió a disparar contra ella dos veces más. Ella gritó de dolor, pero las heridas provocadas por las balas comenzaron a sanar rápidamente, reconstruyendo la carne y los huesos rotos. Nuevamente, su estridente risa se hizo notar.
                -¡Si serás terco! ¡No puedes hacerme daño con algo tan insignificante! Pero ya está bien de juegos. ¡Muérete de una vez!-gritó ella.
                Más cadenas salieron detrás del velo, surcando el aire con gran velocidad. Stanley intentó esquivarlas como pudo, pero venían cada vez más, y cada corte que recibía por alguna de ellas era tremendamente doloroso. Mientras saltaba una y otra vez intentando esquivar aquellos aguijones de metal, intentaba pensar que podría hacer contra aquel demonio. A pesar de tener aquellas garras en sus manos, no le atacaba directamente, y solo se dedicaba a lanzarle aquellas cadenas despiadadamente, que salía de la negrura del Velo. Era como si no quisiere apartarse de él por algún motivo, como si lo estuviese protegiendo. Recordó lo que dijo acerca de los símbolos que mantenían la forma de aquella masa informe y automáticamente observó el cristal del cual provenía la luz que iluminaba aquel recinto, el cual se encontraba justo encima del marco de piedra. Al fijarse detenidamente, pudo observar que no estaba precisamente encastrado contra el techo a presión como lo había pensado la primera vez que lo observó, sino que se encontraba sujeto por dos pequeños brazos de hierro, los cuales parecían estar muy oxidados. Quizás si él…
                Un agudo dolor le atravesó los sentidos. Una de las cadenas había conseguido clavarse en su hombro izquierdo, haciéndole gritar de dolor.
                -¿Duele, mi querido Stan? ¡Sentir a mi padre morir agonizando por el sangrado de tu disparo me ha dolido mucho más!-bramó ella.
                En ese instante otra cadena consiguió dar en el blanco, esta vez en su pierna derecha. El dolor era demasiado intenso, casi enceguecedor, haciéndole caer sobre su rodilla. Ella lo miraba sonriendo de satisfacción.
                -¿Y bien, mi amor? Dime, ¿Dónde prefieres que vaya la última cadena? ¿Hacia el corazón, la cabeza o el cuello? O Quizás quieras tener algo de decencia y prefieres quedarte ahí desangrándote, soportando el dolor a medida que tu vida se va escurriendo de tus manos, a manera de disculpa con mi padre, desgraciado.-dijo ella denotando un odio visceral.
                El revólver aún seguía en su mano. Necesitaba tres tiros. Tres balas, tres segundos y una oportunidad. Eso era lo único que necesitaba, y los tenía.
                -Dime, pedazo de puta infernal, si tanto amabas a tu padre, ¿Por qué no viniste en su ayuda y dejaste que lo matase? Quizás era porque sabías que no le importabas a él. Después de todo, te acostaste conmigo, y probablemente con muchos más. No importa si fueran hombres o demonios, solo te acostaste con ellos para obtener lo que querías. Solo eres una puta. Y tu padre lo sabía. Probablemente invito a todo el bar a celebrar que por fin te habías muerto, pedazo de mierda.-dijo Stanley, riéndose.
                Bethany había escuchado cada palabra, con los ojos desorbitados, y ahora sus ojos estaban inyectados de sangre. El odio era superior al que podía soportar.
                -¿QUÉ FUE LO QUE DIJIS…?-intentó preguntar ella, pero la cólera le impedía hablar, y avanzó unos pasos hacia él, levantando sus garras.
                Mordió el anzuelo.
                Inmediatamente, con la velocidad que lo caracterizaba, apuntó directamente al ojo izquierdo de Bethany y gatilló. Ella trastabilló hacia atrás a causa del fuerte impacto, gritando de dolor. Dos tiros más, dos balas más. Apuntó con cuidado a uno de los brazos de hierro que sostenían el cristal y volvió a gatillar. El brazo salió volando con un fuerte ruido metálico. Un tiro más, una bala más.
                -¡¿Qué estás haciendo, maldito infeliz?! ¡Te dije que nada de eso serviría, y además ya has fallado un tiro!-gritó ella burlándose, intentando ver con su otro ojo, aunque el dolor era demasiado intenso. 
                Apuntó con cuidado al otro brazo, y gatilló por última vez. El segundo brazo salió volando con otro ruido metálico. Pero el cristal no cedió, seguía allí inmóvil. Y sintió como su corazón casi se detuvo del terror que sintió.
                -¡Ya me cansé de ti! ¡Te mataré con mis propias manos!-gritó ella, al tiempo que se disponía a dejar caer aquella cuchillas sobre su cabeza, cuando se escuchó un ruido detrás de ella. Un ruido que se asemejaba a piedras desprendiéndose de un peñazco.
                Ella se volteó para ver de qué se trataba, y miró en el preciso momento en que aquel cristal gigante cedía por completo, cayendo con todo su peso sobre el marco. Su expresión de terror fue absoluta.
                Al impactar el cristal, hizo añicos el marco, así como este se partía en diversos fragmentos, liberando aquella masa de su prisión.
                -¿Q-Qué has hecho?... ¿Qué has hecho?... ¡¿Qué diablos has hecho, bastardo?!-aulló Bethany, quien luego gritó de dolor y calló sobre sus rodillas, comenzando a retorcerse. Las cadenas que habían estado clavados en Stanley desaparecieron, haciendo que a sangre fluya libremente por las heridas. Luego, todo el lugar comenzó a temblar incontrolablemente. Pedazos del techo caían por todas partes, las columnas comenzaron a resquebrajarse y las paredes a partirse. Todo el lugar estaba desmoronándose.
                -¡El balance! ¡EL BALANCE!-gritaba Bethany con aquella voz de miles de voces.
                Stanley sabía que no tenía demasiado tiempo antes de que todo se redujera a polvo, y además, el fuego de su lámpara no solo no se había extinguido, sino que también había comenzado a extenderse por alguna razón. Intentando hacer presión con su mano en la herida de su hombre, comenzó a correr como pudo hacia la salida a pesar del dolor en su pierna.
                -¡¿A dónde crees que vas?! ¡Aún no hemos terminado!-grito ella desde atrás, al tiempo que se abalanzaba sobre Stanley.
                Él se volteó rápidamente y sin dudarlo un segundo, cuando estuvo a un palmo de distancia, le golpeó en la mandíbula con la culata del revolver usando toda su fuerza. El impacto la derribó, dejándola en el suelo. Volvió a voltearse y reemprendió su carrera a la salida; el fuego era ya muy intenso y avanzaba con velocidad. En cuanto entró al largo pasillo, sintió un grito detrás de él y miró por encima de su hombro, solo para ver a Bethany siendo abrazada por el fuego. No se entretuvo más y se largó a la carrera por el pasillo.
                El fuego que avanzaba detrás de él le iluminaba parcialmente el camino, pero el dolor de la pierna era insoportable al someterla a aquel esfuerzo. La llamas acariciaban las paredes, el suelo y el techo, con un calor tan intenso que reducían a cenizas los pedazos de moho que tocaban. Aquel infierno seguía desatándose a los largo del pasillo, y Stanley podía sentir como aquellas lenguas abrasivas le mordían los talones. Corrió aún más rápido, pero parecía que el fuego subía su velocidad junto con la de él.  La sangre manaba de sus heridas, cayendo a borbotones contra el suelo, pero el calor era tan intenso, que las gotas más pequeñas no llegaban a tocar el suelo antes de ser achicharradas y reducidas a vapor y cenizas. Sentía como el fuego le quemaba la espalda, corriendo tan rápido como le fue posible. El dolor de las heridas y el calor incesante del fuego quemándole la espalda hacían eterno aquel trayecto infernal. Podía sentir que sus fuerzas le abandonaban y que sus miembros comenzaban a agarrotarse del cansancio y el esfuerzo, pero justo antes de rendirse, pudo divisar la luz de su propia habitación al final del largo pasillo. Anidó una última esperanza y redobló sus esfuerzos. El dolor era insoportable, pero era su última oportunidad. La salida estaba cada vez más cerca, podía ver como se ensanchaba a medida que se acercaba, pero el fuego seguía avanzando con rapidez monstruosa. Pudo divisar sus muebles y su cama, y sabía que el fuego no se detendría en la entrada. Si se quedaba allí, solo habría corrido para quedarse encerrado en un horno a punto de encenderse a su máxima potencia, por lo que resolvió  que la mejor opción era arriesgarse a salta por la ventana que se encontraba a unos dos metros del armario. La habitación se encontraba en la segunda planta de su casa, y sabía que la caída sería dura, pero no le quedaba alternativa. Corrió tan rápido como pudo, y tan pronto llegó a la salida, arrojó su revolver tan fuerte como pudo contra la ventaba, haciéndola pedazos. Avanzó esos dos últimos metros en unos segundos, y a unos pasos de ella, juntó las pocas fuerzas que le quedaban y se arrojó sobre ella usando su hombro derecho, dando el salto final.

                El detective Ferguson observó la desolada calle con atención. No divisó a nadie caminando por los alrededores. Se acercó con cautela hacia la esquina de la calle, y al no detectar ninguna clase de movimiento, les hizo una seña a sus hombres de que se acercasen. La veintena de hombres avanzó rápidamente y se colocaron detrás de él. Ferguson encendió uno de sus Marlboro y chasqueó con la lengua.
                -Todo está muy silencioso y desolado. No me agrada, me da mala espina…-dijo un tanto molesto.
                Volvió a mirar la calle donde vivía el comisario Waters. Ni siquiera las ratas hicieron acto de presencia esa noche, aún con los contenedores de basura repletos.
                -No me gusta en absoluto, pero no tenemos opción. Richards, tú ve por el flanco izquierdo de la residencia con los tuyos, y tú, Johnson, iremos por el flanco derecho con el resto. ¿Han entendido?-preguntó algo impaciente.
                -¡Señor, sí, señor!-respondieron al unísono.
                -Perfecto. Esta vez lo tenemos. Hemos encontrado dos testigos que han decidido cooperar y ambos nos informaron que Waters fue quién efectuó el disparo contra el viejo Parker. Con esto podremos procesarlo y ponerlo bajo custodia mientras investigamos la pila de mierda que esconde bajo su escritorio con sus negocios con los traficantes de licor. No se dejen impresionar por su tamaño ni por esa ridícula fama de Buffalo Bill que le han adjudicaco, nosotros vamos armados con armas automáticas y él no tiene más que un revolver. ¡Vamos!
                Comenzaron a avanzar rápidamente hacia la residencia del comisario, pero repentinamente el suelo comenzó a temblar.
                -¡¿Qué demonios ocurre aquí?!-protestó Ferguson.
                -¡No lo sé señor, esta no es una zona de terremotos!-contestó el agente Richards.
                -¡Detective! ¡Mire hacia la venta de la planta alta del comisario!-le gritó el agente Johnson.
                -¡¿Qué dices?!-preguntó enfadado el detective.
                Miró hacia la ventana alta, y pudo notar que la luz se hacía cada vez más intensa en su interior. Miró un tanto extrañado, pensando de qué podía tratarse, pero luego sintió el olor a madera quemada, y la luz se intensificó cada vez más fuerte y más rápido. Y entonces se dio cuenta de lo que seguía.
                -¡¡TODO EL MUNDO AL SUELO!!-bramó el detective.
                Apenas obedecieron la orden, se escuchó el ruido de vidrios rotos, el de algo pesado estrellándose contra la ventana y una gran explosión. Los pedazos de madera y ladrillo volaron por toda la manzana, incendiando la residencia por completo. Esperaron allí unos momentos cubriéndose las cabezas hasta que la lluvia de escombros cesó. Se incorporaron y vieron el triste espectáculo del incendio.
                -¿Qué pudo haber sucedido, señor?-preguntó uno de los oficiales.
                -Al infierno si lo sé, Roberts. Solo sé que nos hemos quedado sin el caso. Waters no debe ser mucho más que el primer bistec que intentó cocinarme mi esposa.-dijo Ferguson bastante contrariado.
                -Yo no diría eso, señor. Mire.-dijo el agente Johnson, señalando hacia la calle.
                Ferguson dirigió la vista hacia donde le señalaban, y pudo ver un enorme bulto a medio carbonizar. No era otro que Waters. Ese cabello rubio y esos músculos salpicados en cicatrices eran fáciles de identificar, apun estando boca abajo. Comenzó a acercarse para comprobar si aún estaba vivo, pero entonces el gigante se movió intentando incorporarse.
                -¡Rodéenlo!-ordenó el detective.
                Al momento, los veinte oficiales se colocaron alrededor suyo, sin dejar de apuntarle, aunque era evidente que apenas si podía respirar.
                -Que alguien lo ayude a levantarse.-ordenó Ferguson.
                El oficial Roberts se acercó, un tanto tembloroso, se colocó por debajo de su enorme brazo e intentó levantarlo. Johnson fue inmediatamente en auxilio de su compañero y se colocó debajo del otro brazo. Cuando finalmente pudieron incorporarlo, vieron que estaba bañado en sangre, y que tenía dos heridas profundas en su hombro izquierdo y su pierna derecha. Fue entonces cuando Stanley pudo recobrar su consciencia. Levantó la vista, y esta se clavó en el detective.
                -Ferguson… Jamás pensé que me alegraría tanto de ver tu fea cara.-dijo Stanley tosiendo, pero con una evidente sonrisa en su rostro.
                -Tú tampoco te ves como mi primer amor.-dijo el detective, sonriendo irónicamente.
                -Tu primer amor tenía veinte kilos extra.-dijo Stanley riéndose.
                -El tuyo treinta.-respondió, riéndose.
                Al principio fueron buenos amigos, pero desde la muerte de Elisabeth, todo cambió muy drásticamente, y en parte Ferguson siempre se culpó por no haber podido estar allí cuando le necesitó.
                -Stan, lamento decirte que vengo a ponerte bajo arresto. Hemos encontrado dos test…-había comenzado a decir el detective, pero un ruido de escombros proveniente del edificio en llamas captó la atención de todos.
                -¿Qué fue eso?-preguntó Roberts, acercándose más a la casa.
                -¿Había alguien más aparte de ti en la casa?-inquirió Ferguson.
                -No, no había nadie má… Espera… No, no puede ser…-comenzó a decir Stanley, con cara de espanto. Ferguson jamás lo había visto así.
                -¿Qué? ¿De qué estás hablan…?-quiso preguntar el detective, pero algo envuelto en llamas saltó de entre los escombros, arrojando varios de ellos hacia la calle, dando un grito espantoso y sobrenatural.
                -¡¡¡SSSSSSTAAAAAAAAAAAANLEEEEEEEEEYYYYYYYYY!!!-bramó aquella cosa al saltar por los aires.
                -¡¿Qué diablos es esa…?!-quiso preguntar Roberts, pero la criatura cayó directamente sobre él, cortándolo en dos con sus largas y afiladas garras. La sangre manaba del pobre Roberts como una fuente infernal.
                -¡ROBERTS!-gritó el detective.
                -¡NO SE QUEDEN MIRANDO, IMBÉCILES! ¡ABRAN FUEGO!-bramó Stanley.
                La orden no se hizo esperar y una lluvia de plomo cayó sobre Bethany, quien resistía sin esfuerzo el ataque. Con gran velocidad y emitiendo un agudo aullido, se abalanzó sobre Richards, atravesando su  pecho con sus garras. Cuando las retiró con la misma velocidad relampagueante, Richards cayó al suelo de rodillas, con la sangre saliendo a borbotones por su boca.
                -¡¡¡RICHAAAAARDSS!!! ¡¡¡NOOOOOOO!!!-aulló Johnson, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos. Comenzó a disparar frenéticamente loco de ira contra ella, pero solo una de las balas le dio en el rostro, que le he hizo trastabillar hacia atrás. Y en lugar de detenerla, solo la enfureció más. Con la velocidad de un rayo, fue donde estaba Johnson y de un solo tajo lo decapitó, salpicando su sangre por todo el cuerpo de Bethany.
                -¡SEÑOR, ESTAMOS SUFRIENDO BAJAS!-gritó uno de los oficiales al borde del colapso nervioso.
                -¡NO ME DIGAS, NO LO HABÍA NOTADO! ¡SIGUE DISPARANDO!-gritó Ferguson enfurecido.
                Stanley sabía que las balas serían tan útiles como aventarle patos a un tiburón, y que de esta forma solo conseguirían que los maten a todos. No podía negar que el miedo invadía cada célula de su cuerpo, pero no podía permitir que aquella masacre continúe.
                -¡ALTO EL FUEGO! ¡Deténganse y retírense! Solo me quiere a mí.-dijo Stanley.
                Todo el mundo bajó las armas y lo miraron expectantes.
                -¡¿De qué diantres estás hablando?! ¡Te matará si te acercas o nosotros nos alejamos!-replicó Ferguson enfadado.
                -Pero si se quedan los matará, y luego a mí también. Retírese, detective. ¡Es una orden!-sentenció Stanley.
                -¡Tú no puedes darme órdenes! ¡Recuerda que estás bajo arresto!-gruñó Ferguson.
                -¡Y tú sabes bien que no estoy oficialmente bajo arresto hasta no estar esposado! ¡Obedece, con un demonio!-gritó Stanley.
                -Mierda… ¡RETÍRENSE! Stanley… Ten cuidado.-dijo el detective.
                -Tú también, Harry.-dijo sonriendo.
                Ferguson y sus hombres se retiraron calle abajo, y Stanley finalmente quedó solo con Bethany.
                -Vaya, vaya… El buen Stanley ahora es un samaritano que se sacrifica por los demás.-dijo ella burlándose con esa espantosa voz.
                -Cierra tu pútrida boca, Bethany. Terminemos con esto de una vez, monstruo.-dijo él cerrando sus puños y colocándose en posición de combate.
                Ella emitió un horrendo aullido y se lanzó a la carga contra él, y sin hacerse esperar, Stanley se lanzó contra ella. Sus heridas le causaban un horrendo dolor, y sabía que moriría, pero si caía, sería luchando. A tan solo unos centímetros de distancia, justo antes de chocar, se agachó para esquivar el primer zarpazo, para luego sujetarle el brazo y propinarle un poderoso gancho en la mandíbula. Ella chilló de dolor, pero con un rápido movimiento de su pierna derecha, hundió su rodilla contra su abdomen, lo que hizo que Stanley perdiera el aire, pero sin dejar sujetarle el brazo derecho también le tomó por la pierna, la elevó por encima de su cabeza y a arrojó contra una pared con todas sus fuerzas. Gritó de dolor al estrellarse contra ella, rompiendo algunos ladrillos. Miró a Stanley con odio al incorporarse.
                -¡Mi amor, así no se debe tratar a una dama!-le gritaba al tiempo que le arrojaba zarpazos una y otra vez, hasta que con uno consiguió hacerle un corte a lo largo del pecho, haciéndole sangrar profusamente.
                Stanley intentó tomar aire, pero ella continuaba arrojándole aquellas cuchillas sin cansancio, haciéndole retroceder constantemente, hasta que su paso se vio interrumpido por un automóvil que se encontraba allí estacionado. Bethany quiso aprovechar esto para liquidarlo de una sola estocada, pero al momento que se la lanzó, Stanley lo esquivó agachándose hacia un costado, haciendo que sus garras se clavasen y atorasen en el chasis. Sin dudarlo un momento, aprovechó la oportunidad para asestarle unos tres ganchos en los abdominales, para luego sujetar su cabeza y estrellársela reiteradas veces contra el techo del vehículo. En un desesperado intento de soltarse, Bethany lo apartó lanzándole un zarpazo con el otro brazo, con el cual logró hacerle un pequeño corte en su rostro. Tras varios intentos, pudo quitar su brazo del auto, pero en cuanto estuvo a punto de abalanzarse nuevamente sobre él, un gran temblor sacudió toda la ciudad.
                -¡¿Y ahora que sucede?!-preguntó Stanley con desesperación.
                Bethany lo miró y comenzó a reírse a carcajadas.
                -¿Qué es tan gracioso?-preguntó evidentemente irritado.
                -Mi amor… No tienes idea de lo que has hecho cuando hiciste caer el cristal canalizador sobre el Velo, ¿Verdad? Al hacerlo quebraste el balance que había en la Caja de Pandora estando su puerta abierta. Y ahora todos los miedos y horrores más espantosos del mundo se han liberado. Observa tu casa, si quieres.-se burló ella.
                El volteó para mirar esperando encontrar aquel incendio, pero su sorpresa no tuvo límites al observar que de su casa salía un gigantesco haz de luz roja que se dirigía en forma recta hacia el cielo, cuyo brillo irradiaba el mismo color sobre las nubes que se estaba arremolinando a su alrededor. Los temblores aumentaban en intensidad, y para su más absoluto terror, vio una silueta megalítica que se dirigía hacia él, dando estruendosos pasos que destruían a su paso. De aquella silueta, pudo distinguir unos enormes tentáculos, y también los gritos de personas… Personas que eran atrapadas por esos tentáculos y llevados a lo que debía ser una gigantesca boca.
                -¿Q-Qué es esa cosa?-preguntó en el colmo del espanto.
                Ella no pudo evitar reírse.
                -Esa “cosa” es un dios muy antiguo, y es una de las tantas criaturas que has liberado. De hecho, allí llegan algunos de mis favoritos. De momento me iré, pero estaré observando para ver si eres capaz de resolver este desastre.-dijo riéndose, y se alejó dando grandes saltos a través de los techos.
                Antes de que pudiera decir nada, pudo sentir gemidos detrás de sí, pero eran graves y pausados, así como el sonido de alguien que arrastra los pies, solo que eran muchos pies. Se volteó y pudo ver a varias personas acercándose hacia él, emitiendo esos extraños sonidos y extendiendo sus brazos, pero el olor que les rodeaba era nauseabundo, como si se tratara de carne podrida, y en efecto, pudo notar que a todos ellos les faltaban pedazos de carne, tenían miembros arrancados e incluso a algunos les faltaban partes del rostro y del cráneo. Sin saber qué hacer, quiso correr hacia el otro lado, pero también venían desde allí, y de todas las direcciones.  Estaba completamente rodeado de ellos. Solo pensó en prepararse para luchar una vez más, pero inmediatamente, pudo sentir el rugido de un motor acercándose. Se preparó para lo peor, pero cuando aquella máquina llegó, vio que se trataba de un automóvil, el cual se acercaba a toda velocidad. Y mientras se acercaba, atropellaba sin el más mínimo reparo a aquellas personas, o lo que sea que fueran. Cuando llegó junto a él, el conductor le abrió la puerta, indicándole que subiera. Sin pensarlo dos veces, se subió y el auto arrancó sin demora, alejándose de aquel punto olvidado.
                Su conductor le ofreció un cigarrillo, el cual tomó de muy buena gana. Lo encendió, y en cuanto se dispuso a darle las gracias, se encontró con Ferguson.
                -Hola nuevamente, Stanley.-dijo él.
                -Ya te había dado por muerto.-dijo Stanley, aunque era evidente que se alegraba de verlo.
                -Yo no. El resto sí.-dijo severamente.
                -¿Qué son esas cosas?-preguntó señalando a esa gente.
                -Esperaba que tú me lo dijeras, siendo el que tiene por amante a una desquiciada poseída con navajas por dedos.-se burló.
                -Sigue siendo más linda que tú.-replicó, sonriendo.
                -De todos modos, por el olor y el comportamiento, no parecen otra cosa que muertos vivientes.-dijo sin pensar demasiado.
                -¿Comportamiento?-preguntó Stanley.
                -Caminan como si no supieran a donde ir, son más estúpidos que los hijos del matrimonio Harling y además se comieron a los otros oficiales.-dijo, haciendo una mueca de asco.
                -¿Se los comieron?-preguntó asombrado.
                -Sí. Cuando aparecieron, Hall y Sanders intentaron hablar con ellos, desestimando el olor a podrido que emanaban. Fue horrible. Uno tras otro comenzaron a abalanzarse sobre ellos, arrancándoles piel y carne con los dientes.-dijo, acentuando aún más aquella mueca.
                -Diablos… Esto es un desastre…-dijo Stanley.
                -¿Qué haremos entonces?-preguntó Ferguson.
                -No lo sé, pero debo resolver esto. Todo ha sido mi culpa.-dijo Stanley medio apenado.
                -Mira, no sé qué demonios hayas hecho ni tampoco tengo idea de cómo piensas resolverlo, solo hazme el favor de al menos conseguirte unos pantalones, y darte una ducha.-le dijo, volviendo a mostrar aquella mueca de asco.
                -Sigo siendo más guapo que tú.-dijo sonriendo.
                El auto continuó su camino, saliendo de aquel lugar llamado Dallas. Un condado de mierda, con calles de mierda y ahora los moradores del infierno  vagan libremente por allí. Los gritos seguían escuchándose aún a lo lejos, así como los pasos de aquel ser megalítico. Y él iba en aquel auto, sucio, desnudo, lleno de heridas y con el que hasta entonces había considerado su enemigo acérrimo, yendo probablemente a otro nido de ratas aún peor que ese, con la esperanza de encontrar la manera de devolver aquellos demonios al Infierno.